Cuatro años en la plaza: ¿y ahora qué?

Si nos esmeramos, los buenos criterios nos ayudan a escoger bien sin que otros nos manden qué pensar o qué hacer.

Plaza Pública recién ha cumplido cuatro años. Para mí han sido 168 oportunidades de decir lo que pienso. Más aún, de pensar lo que digo.

Debo agradecer esta oportunidad. Aquí usar la razón crítica es un ejercicio mal visto, y por ello es imperativo ejercer la vocación de resentido. En medio de tanta presión para callar, olvidar, ignorar y agradecer falsos favores resulta alentador que Plaza Pública haya invitado a un grupo de ciudadanos sin pedigrí a que semana a semana consignen sus ideas por escrito para luego difundirlas. Es un privilegio que debe honrarse.

Eso que Plaza Pública empezó hace cuatro años lo celebró hace una semana tangiblemente publicando una colección de columnas insurrectas e invitando a un grupo de columnistas a comentarlas. La discusión con los colegas y con la audiencia me ayudó a ordenar algunas ideas. Sirvan estas como tributo a Plaza Pública.

Aunque sea poca cosa, una columna toma tiempo y esfuerzo. En el caso mío, entre dos y cuatro horas cada semana. Así, en el mejor de los casos, llevo como mínimo 336 horas dedicadas a este empeño. El equivalente de ¡42 jornadas laborales! ¿Por qué tomarme la molestia? ¿Por qué escribir? ¿Por qué aceptar la invitación de Plaza Pública? En mi caso, la alternativa era clara. Ante la política convertida en lupanar, los recursos públicos asaltados, la pobreza llamada crimen y el dinero inmerecido exaltado como virtud quedaban dos opciones: dedicarme a lo mío e ignorar los problemas —al fin, alguien más los causa y alguien más podrá arreglarlos— o al menos expresar mi inconformidad, como un esfuerzo mínimo, un punto de partida. Y aquí me tiene, prueba de que no solo se debe hacer algo, sino de que se puede, aunque sea mínimo.

Importa escribir no solo por decir lo que se piensa. Al fin, entre familiares de los dueños de la prensa, empleados de los think tanks y mercenarios de la pluma, ya hay bastantes opinadores en los medios impresos. Importa, sobre todo, por mostrar que sí hay formas distintas de pensar, de decir y, sobre todo, de hacer. Más que adoptar enteros los valores impuestos por otros, que exigen que los aceptemos sin cuestionamiento, lo que necesitamos es tomarnos el trabajo propio de descifrar criterios de buena convivencia, de aprecio por la democracia, que guíen nuestro empeño de vivir una ciudadanía correspondiente. Mi apuesta es que, si nos esmeramos, los buenos criterios nos ayudan a escoger bien sin que otros nos manden qué pensar o qué hacer. Descifrar esos criterios y ensayar su aplicación en casos específicos ha tomado una buena parte de mis ejercicios semanales.

¿Para quién escribo? Una columna es siempre un tiro a oscuras. Aunque los comentarios de los lectores pueden dar pistas, nunca hay certeza de quién la lee y qué efecto tendrá. Pero al menos puedo imaginar una categoría de gente que yo, pretencioso, quisiera que me leyera. A esa categoría le he puesto la etiqueta de clasemedieros: esos que, como yo, mi familia, mis amigos y mis conocidos más cercanos, compartimos la suerte de una educación relativamente buena, un ingreso relativamente seguro, una vida relativamente tranquila y unos gustos relativamente satisfechos, y que en esa modorra de la relatividad nos acomodamos mientras otros se dedicaban a los peores desmanes. Desconectados, inconscientes y de aspiraciones estrechas, en las últimas décadas malbaratamos nuestros recursos, nuestro papel de bisagra en la sociedad —gozne entre una élite que rehúye su responsabilidad y una masa que ya hace demasiado para sobrevivir—, mientras a nuestro alrededor el Estado se quebraba cada vez más, la economía se concentraba en muy pocos y la política se tornaba en un desagüe abierto.

De buena o mala manera he querido que usted y yo, clasemedieros, despertemos. Que reconozcamos que el supuesto mérito de la élite es una piltrafa. Que aceptemos que los intereses de esta no son los nuestros, que apenas nos ha manipulado con una ilusión. Que procuremos la decencia y la solidaridad como moneda de curso en nuestra sociedad, pues el destino del pobre se parece mucho, muchísimo, al nuestro. Y que busquemos claves para la acción común en función de nuestras propias prioridades, con organización.

Si tengo suerte, Plaza Pública seguirá siendo la oportunidad de escribir otras 168 columnas. Pero admitamos: no alcanza. Son necesarias más voces ciudadanas. No se vale callar. Ya basta de respetos y temores. No alcanza escribir. No alcanza leer y comentar. Urge hacer más, y es tarea suya tanto como mía, querida lectora, querido lector.

Original en Plaza Pública

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