La cuña

Es la gente que con la ilusión de que va para arriba, ha olvidado de dónde viene, y cuáles son sus necesidades.

Para empezar el año le cuento una fábula. Había una vez una carreta que vivía feliz rodando por los caminos del valle. Como el valle era amplio y plano y las calles anchas, la carreta rodaba fácilmente.

Cualquiera que necesitaba llevar sus bienes de un lugar a otro podía usar la carreta. Sin embargo, vino un mal hombre y decidió que tomaría solo para sí la carreta, que hasta entonces les había servido a todos. La cargó con lo que pudo acarrear del valle —plantas, animales, muebles; ¡hasta las piedras, el aire y el agua quiso poner en la carreta!— y comenzó a empujarla montaña arriba para volver a su lar.

A medida que subía la montaña se hacía más difícil empujar la carreta. El camino era más estrecho y tenía más grietas. Sobre todo, la pendiente se hacía más empinada. Y mientras más duro empujaba, más tendía la carreta a volver rodando hacia abajo.

El ladrón —que así les llaman en el valle a quienes toman lo que no les pertenece— comenzó a desesperar. ¿Cómo llevaría todo lo que había cargado hasta su escondite si la carreta insistía en rodar pendiente abajo? Cortó entonces un trozo de la propia carreta y con su machete le dio forma de cuña. ¡Cómo le dolió a la carreta que le arrancaran un pedazo! No era muy grande la cuña, pero, ya clavada bajo la rueda, era suficiente para detener su marcha.

Así, aunque el hombre no fuera muy rápido, con la cuña podría garantizar que siempre iría en la dirección que él deseaba. Empujaba un poco la carreta y, apenas la pobre trataba de rodar de vuelta, ensartaba la cuña bajo la rueda. Empujaba y ensartaba, empujaba y ensartaba, cada vez más cerca de su guarida. Con el tiempo, a la cuña se le olvidó que había sido parte de la carreta y, aunque sufría cada vez que le tocaba apretar bajo la rueda, aguantaba pensando en cómo servía al hombre al evitar que la carreta rodara montaña abajo. «No seas tonta», le alegaba la cuña a la carreta. «Si allá arriba tan bonito que será».

Mientras tanto, el hombre iba pensando en cómo usaría las cosas que había robado cuando llegara a casa. La carreta ya no le serviría —suficiente trabajo le había dado empujarla cuesta arriba—, así que la haría leña para quemar. Por supuesto, al fuego iría a parar también la cuña.

* * *

Y ahora la moraleja. En estas tierras llevamos años empeñados en la misma historia. El bienestar que buscan los muchos —que son la carreta— ha sido resistido por los pocos —el hombre de nuestra fábula—, quienes a la fuerza y sin escrúpulos se aprovechan de aquellos, de su trabajo y de sus bienes.

Sin embargo, la clave de nuestra historia ha estado en la cuña. Un grupo pequeño de gente que con indiferencia, ingenuidad o ruidoso argumento hace el juego al poder malicioso y detiene el progreso de la mayoría. Llámele ladino de la ciudad o indígena cooptado. Llámele clase media urbana, pendejo o uánabi. El nombre es lo de menos. Es la gente que, con la ilusión de que va para arriba, ha olvidado de dónde viene y cuáles son sus necesidades. Es la gente que se queja mientras pasa por alto el origen último de sus problemas, que con ingenuo egoísmo critica las protestas de los más pobres mientras camino al cadalso se afana en hacer el trabajo de sus propios verdugos. No se percata de que, en su precariedad, está más cerca de la zozobra del pobre que del bienestar que jamás alcanzará con su salario de sobrevivencia.

Así pues, en este 2015, cuando arranca con nueva energía la maquinaria electoral, el más definitivo juego de hombres malos y cuñas ingenuas, renunciemos —usted, yo, cada una y cada uno— a ser cuña. Reconozcamos quiénes somos y hagámonos actores de nuestra historia. Apostemos por el interés de la mayoría y tiremos en la dirección correcta. Dejemos ya de ser la cuña que los menos usan para detener el bienestar de los más.

Original en Plaza Pública

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