Esta multitud representa aún una rareza guatemalteca: la nueva clase media. Son el escaso número de personas que ya no son pobres, pero podrían serlo. Son a la vez combustible y lubricante del gobierno y de la economía.
Es como un Motagua humano. Un río ancho, lento y caliente de gente que se mueve por la Sexta Avenida, disfrutando del descanso de sábado.
El Alcalde, a partes iguales político sagaz, benefactor populista e inversionista en bienes raíces, reconoció que hacer peatonal la Sexta era una movida inteligente. El Parque Central siempre fue el mar en que se vaciaban sus aceras. Agregar una pista de hielo y entretenimiento variado en el parque no ha hecho sino aumentar el caudal.
Me sumerjo en el aguagente, dejándome llevar de la corriente. Pobres y menos pobres. Aquí y allá en la multitud mujeres vestidas con huipiles impecables son la excepción en una mayoría indistinguible de ¿ladinos? Es una muchedumbre morena y bajita en la que yo, que no soy particularmente alto, descollo. Hijos y nietos de generaciones que pasaron hambre, pero que hoy, sin tener mucho, alcanzan aliviados a llegar al fin de mes.
Aquí el flujo se arremolina en torno a una chica que hace demostraciones de baile árabe; allá un grupo de chicos ha montado una muestra de breakdance. Dos quinceañeras pasean brazo en brazo, cuchicheando mientras ven de reojo a unos chicos. Una pareja se detiene a media calle. Ambos son guapos. Él, de rasgos aindiados, como tallado con un fino cincel. Ella le arregla la coleta, amarrada en la parte alta de la cabeza. Sonrío pensando que están para matar de apoplejía a cualquier viejo y machista conservador.
Las ventas hacen fiesta, y de sus locales sale una mezcla pulsante de salsa y villancicos. El comercio se riega indómito, pues además de los locales formales, una variedad de emprendedores callejeros agrega diversidad y gracia con sus esfuerzos por ganarse un poquito de vida pescando en las márgenes de este río. Un hombre demuestra lo más nuevo de la China, juguetes de gel que se aplastan al lanzarlos contra la acera y pronto recobran su forma. Allá, una mujer ofrece a gritos gorras de peluche con formas de animal. Un tercero tiene en venta ropa para perros, disfraces navideños para las mascotas.
La gente se aparta. Viene un desfile bajando hacia el parque. Grupos de chicos y chicas vestidos a la moda navideña, rojo y blanco, toques brillantes, ayudantes de Santa Claus que hacen de batonistas, bandas que con tambores y redoblantes interpretan un nuevo clásico: Navidad a vergazos. Estiro el cuello para ver el rótulo que cargan. Son estudiantes de colegios privados, innovadores en el sentido más estricto, que han descubierto cómo extender el ¿talento? de las bandas de la Independencia a una nueva fiesta. Yo, que me desvelo en cosas de educación, me pregunto cuántos de ellos sabrán leer, escribir y contar bien, cuántos de ellos recibirán un libro como regalo de Navidad.
Esta multitud representa aún una rareza guatemalteca: la nueva clase media. Son el escaso número de personas que ya no son pobres, pero podrían serlo. Esos que en Brasil, Perú, Ecuador, México –la Latinoamérica más próspera y menos desigual– crecieron como locos en la última década gracias a políticas más esclarecidas y élites más controladas, pero que aquí siguen siendo la excepción. Pequeños empresarios, maestras, empleados públicos y oficinistas, chicos y chicas que se afanan por terminar la secundaria e ir a la universidad, quizá los primeros en su familia. Son a la vez combustible y lubricante del gobierno y de la economía.
Al verlos pienso en Ciudad Cayalá (sí, ya sé otra vez, siempre Cayalá, pero quién les manda ser ejemplo tan fácil). Mientras allí han tenido que inventar un simulacro de sociedad para encerrar a los más blancos de los morenos y los más morenos de los blancos, en la Sexta Avenida bastó con invertir en la calle. Aquí todo mundo disfruta a cielo abierto y bajo costo de la seguridad que dan miles de ojos de una multitud contenta, pero los habitantes de los condominios, los que apuestan por los centros comerciales, aún temen venir a estos sitios, por «inseguros» y morenos.
Hoy nos preparamos a celebrar la Navidad, a pasar la página del Año Nuevo. Gracias por haberme leído un año más, y que las fiestas le traten bien. Es un buen momento para comprometernos a derribar ese muro invisible, ese muro inservible, que separa a los hijos de Cayalá de los hijos de la Sexta. Que juntos denunciemos la injusticia siempre, construyamos la paz en todo, y no claudiquemos nunca.