Es allí que reside el gran pecado, el inaceptable insulto de Arbenz: en que mostró que se podía ser mejor, que se podía querer el bien y procurarlo para la mayoría, incluso desde el poder, en medio de la política tropical, vistiendo un uniforme militar.
Qué curioso el esfuerzo que siguen poniendo algunos en desacreditar a Arbenz. Aunque hayan pasado 60 años desde su caída, sigue la misma rutina cansada.
Llega octubre y así la remembranza de la Revolución del ‘44. Surgen entonces los cuestionamientos y tras ellos, siempre tarde, la defensa por la izquierda y los «progres» (que en estas tierras tratamos como iguales, pero que no lo son ni a leguas).
Se entiende el encono de los ancianos anticomunistas. Como los antiguos funcionarios del régimen revolucionario, cada vez menos en número por ambos bandos, siguen repasando los hechos, buscando explicar la debacle. Dejémoslos, que es su prerrogativa vivir en el pasado. Ya nos tocará a nosotros también.
Lo extraño es encontrar ese mismo empeño entre gente más joven. El examen de la historia es legítimo en la academia, pero surgen dudas cuando siempre son los mismos temas, las mismas personas, las mismas conclusiones. ¿Por qué «descubrir» temas ya conocidos? Que la revolución tuvo origen capitalino, que Arbenz giró a la izquierda, que había poca participación indígena… Vaya, ¡parieron los montes! ¿Por qué no «descubrir» igualmente la traición de los militares, las homilías sediciosas de Rossell y Arellano o las peregrinaciones de la élite conservadora a «La Embajada»? En suma, ¿por qué tanto trabajo subrayando cosas descritas hace ratos por gente como Schlesinger y Kinzer, o Gleijeses?
La razón es sutil, pero entendible. No es un simple ejercicio académico, aclaración histórica sobre la Revolución y sus claroscuros. El resultado más importante de tales esfuerzos es normalizar el período 1944-1954 con respecto al resto de nuestra historia. No es tanto condenar a Arévalo, más aún a Arbenz el «comunista», como un esfuerzo por hacerlos iguales a quienes les precedieron y a quienes les siguieron.
Esto es tan importante para algunos, que siguen financiando y quizá hasta arriesgando reputaciones académicas ajenas en ello. Les resulta importante, porque quienes heredaron los frutos de la destrucción de la década revolucionaria necesitan justificar lo que han hecho con este país desde entonces. Pero contar una historia de éxito a partir de un Ubico abusador, un Ponce Vaides anodino, un Castillo Armas traidor y ambicioso, y así, todo un rosario de regímenes sangrientos y economías desiguales… ¡es imposible! Entonces la tarea se torna en peor es nada. Si no pueden destacar lo propio, al menos quitarán el mérito ajeno. Así no habrá estadistas de altura ni democracia efectiva con qué comparar tanta indignidad.
Es como el periodista que hace un par de días replicaba en una red social, que desde la caída de Arbenz la economía de Guatemala ha crecido. Claro, pero ese argumento sólo aguanta hasta que vemos cómo le fue a Costa Rica en el mismo período y partiendo de un lugar parecido al nuestro. Por supuesto, los niños desnutridos también crecen. Hasta que se mueren.
Y es allí que reside el gran pecado, el inaceptable insulto de Arbenz: en que mostró que se podía ser mejor, que se podía querer el bien y procurarlo para la mayoría, incluso desde el poder, en medio de la política tropical, vistiendo un uniforme militar. Ese ejemplo, ese malísimo ejemplo, es el que no perdonan los herederos de la perversión, pues no solo se ve bien Arbenz, sino sobre todo los hace ver muy mal a ellos, parteros y beneficiarios de la nunca peor llamada «liberación».
El problema no es Arbenz. El problema es esa hilera de gente ruin. Entienda, querida lectora, querido lector, que aquí los urgidos de defensa nunca han sido los líderes de la Revolución del 44, sino la gente rapaz que nos ha controlado desde entonces, con privilegios tan injustificados, que aún hoy solo se sostienen con el puño militar. Un puño tan impresentable, que en su defensa exige arruinar la reputación de 12 notables en nombre de una paz incompleta, meter la mano en la selección de jueces, hasta intentar desprestigiar a las mujeres valientes, las únicas que se animan a denunciar y perseguir tanta perfidia.
Así que se acabó, no más defensa de Arbenz, que aquí no necesitamos un Chávez inmaculado. Que se defiendan ellos, esos indignos que arruinaron Guatemala, con sus uñas sucias y sus dientes manchados de sangre. Y que la academia se mantenga honesta, no sirviendo apenas para sacarles las castañas del fuego, atropellando lo poco bueno que tiene nuestra historia. Arbenz fue tasado ya en la balanza de esta historia y se le encontró digno, imperfecto, pero bueno. Con ejemplos como él, ya podremos construir el futuro, nuestro futuro.