El reto es construir un Estado capaz de acomodar las diferencias sin quebrarse; un Estado que asimile la posibilidad de que cualquiera puede tomar el poder real, hasta gente de la que se disiente. Esto es muy amenazador, cuando siempre hemos oído una sola voz.
¿Hará falta seguir hablando de izquierda y derecha? Quizá sean apenas rótulos sin sentido, herencia de franceses que hace más de dos siglos se sentaron a izquierda o derecha en una asamblea.
Tal vez sean etiquetas anacrónicas. Sin embargo importan, así sea para educarnos sobre sus implicaciones. Importan, porque necesitamos perder miedo a la ideología. Sobre todo perder miedo a la izquierda, nombre aplicado con odio a otros (¡comunistas!) o con aprensión a nosotros mismos (¿podré ser de izquierda y empresario, de izquierda y con apellido de élite?).
Nuestra torturada historia lo explica. Nacimos en la derecha, en su sentido más tradicional. La independencia fue conservadora: desató el vínculo con la Corona pero dejó los estamentos, el Estado servil, la religión, el temor al cambio y la economía tacaña. El disenso liberal, llámele izquierda del momento, fue aplastado a manos del conservador Carrera, finalmente entre 1839 y 1840. El mismo Carrera que hoy recuerda la municipalidad en la Capital.
Una generación nueva de liberales aprendió la lección y le ganó a los conservadores en su propio juego. En 1871 capturaron para siempre el poder de la República, al precio de confirmar que no eran tan distintos. No necesitaron los viejos señores reagruparse, pues los liberales adoptaron sus modos y terminaron –por matrimonio y economía– tan conservadores como sus contrincantes.
Así llegamos hasta Ubico, el fascista liberal que, oh sorpresa, hoy también es recordado en una estructura municipal. Seguimos sin escapar, confundidos por despotismo con nombre liberal y proceder de ultraderecha. Peor aún, prosperó la desconfianza visceral hacia la izquierda. En un estrecho universo político que sólo admite el rango de fascista a conservador, hasta la más tímida izquierda es anatema. En una práctica política forjada con la aniquilación del contrincante, definirse fuera del rango autorizado es demencial, suicida. Como la demencia de la Revolución de Octubre y el suicidio de sus políticas populares.
Con esto y desde un mar de sangre, atracamos en el presente y descubrimos que, pese a la Constitución de 1985, los Acuerdos de Paz y siete gobiernos electos libremente, poco ha cambiado. Hoy un ex-cocalero se apresta a gobernar otro lustro en Bolivia con respaldo considerable, mientras ingenieras vestidas de sari ponen un satélite a orbitar a Marte, pero aquí algunos aún temen poner los pies en el suelo, pues podría haber comunistas bajo la cama. ¡Pobres criaturas asustadizas!
Entonces, importan las etiquetas, porque hasta los reformistas confunden la tarea. Al desconfiar del rótulo, no se percatan que su empeño se quedó en construir un Estado de derechas, más que un Estado democrático. Véalo despacio, sobre todo si usted es uno de tales reformistas. Tenemos una creciente y enérgica red de iniciativas que piensan, movilizan, procuran y financian reformas, y qué bien; algunos urden un tejido bienintencionado entre empresa (ENADE), inteligencia (FUNDESA), formación (Escuela de Gobierno), y activismo (MCN). Pero no olvidemos que lo fácil es ponerse de acuerdo con quien ya piensa como uno.
El asunto tampoco se resuelve con invitar gente de izquierda a dictar conferencias en la Escuela de Gobierno. Esto ya lo hacía el ESTNA hace más de dos décadas. El reto es construir un Estado capaz de acomodar las diferencias sin quebrarse; un Estado que asimile la posibilidad de que cualquiera puede tomar el poder real, hasta gente de la que se disiente. Esto es muy amenazador, cuando siempre hemos oído una sola voz. Un Estado democrático construye instituciones que dan oportunidades, que hacen la voluntad de unos y respetan a otros, no los aniquilan.
La catástrofe de las Comisiones de Postulación ilustra por qué importa todo esto. Queriendo construir un Estado a su medida, las derechas terminaron con un Estado que ni a ellas sirve. El error de resistir a las instituciones en la causa justa del contrincante (como ante el juicio a Ríos Montt), las dejó teniendo que respaldar un adefesio tibio, justo cuando debían mostrar mayor temple. ¡Hoy que les toca marcar clara distancia con respecto a las prácticas vergonzosas!
Urge a algunos y conviene a todos que se reconozca sin temor propio ni ajeno, que está bien ser de izquierda, tanto como de derecha. Que un Estado democrático debe acomodar ideologías coherentes, pero también divergentes. Una cosa ha quedado clara entre tanta impunidad: el justicidio no lo hicieron la izquierda o supuestos «comunistas». El justicidio lo hicieron quienes no tienen posición: los indiferentes, las serpientes que se deslizan sin marca por todo el campo político, y sus malintencionados patrocinadores que quieren que aquí no cambie nada.