Encerrados en nuestras oficinas, metidos en la sala de la casa, despotricamos en nuestras reuniones con los amigos; colgamos mensajes en las redes sociales, como si Paulo Coelho nos fuera a rescatar de estas.
Los desmanes se suceden con velocidad vertiginosa. Es como si, ante la perspectiva de terminar los cuatro años, les hubiera entrado una ansiedad por completar una larga lista de atropellos pendientes.
Cuán lejos han quedado las ilusiones del discurso inaugural, y nunca fue más apta esa palabra. Ilusiones son las esperanzas que nos hacemos, pero ilusiones son también los engaños que nos hacen tragar. En 2011 una mayoría de votantes, eternos ilusos, cayó por el primer significado. Hoy todos los ciudadanos zozobramos, siempre engañados.
Abundó la basura el domingo en la Plaza de la Constitución. Palabras en bocas embusteras, que escogen ignorar el espíritu y la letra de la ley. Pancartas por el suelo de una ciudad que se ha quedado sin dignidad. Letrinas que rebalsaron insuficientes para la multitud acarreada. Letrinas que hacen de metáfora perfecta para la cloaca excedente de la complicidad entre un tribunal anodino y una partidocracia insolente. Peor aún, de metáfora perfecta para una multitud que acepta que se pose sobre su boca el trasero más indigno, y en nombre de la patria sorbe bazofia hasta rebalsar.
¿Acaso no queda nadie que se indigne en este sitio? ¿Acaso no tenemos vergüenza? La pregunta del periodista me remueve, y debiera sacudir el ánimo de cada uno. El suyo, el mío, el de la vecina, así, personal e intransferible. Pienso en mis amigos, en mis conocidos. El profesional, la pareja del funcionario, la estudiante. El pintor y la periodista. Cada una, cada uno igual que yo se expresan desconsolados, hartos de tanto cinismo: «¿acaso no tiene límite esta gente?».
«Estamos como estamos, porque somos como somos», asegura con fatalismo el lugar común, que se riega como pólvora ardiente («¡me gusta!», «¡me gusta!») por la red social. Yo salto indignado: no, no lo acepto. Estamos como estamos porque unos pocos mafiosos con poder pueden más que muchos buenos que no se organizan. Pero me han sembrado la duda. No sé cuántos somos y me pregunto si esta es una patria de innumerables buenos sin poder, o estamos realmente poblados de una mezcla amplia de imbéciles, vendepatrias y muertos de hambre.
Hago cuentas con lo que tengo a mano: 300 «amigos» en el Facebook, 150 en Twitter, que seguramente son los mismos que pueblan mi libreta de direcciones. Entre ellos, quizá dos reconocerían haber dado su voto al gobierno actual en las elecciones pasadas. Todos, sin falta, expresan ¡a diario! su repudio a las malas acciones y su apoyo a las buenas intenciones. Así que diré que son de los buenos. Pero me cuesta creer que con la gente que conozco empiece y termine el número de los decentes. No es mi tribu la versión contemporánea de los míticos 300 de las Termópilas. Hágame el favor.
Entonces, ¿por qué no veo una marejada de ciudadanos indignados, aunque sea para callar a cacerolazos a tanto descarado con licencia de patriota, a tanto cínico con vestimenta de líder, a tanto mediocre con nombre de tribuno? No pido –aún– una generación de nuevos políticos, solo de gente consciente. Pero es como si la debilidad de los buenos fuera tanta, que no alcanzan siquiera a elevar juntos su voz contra las sucesivas olas de abuso. No alcanzan siquiera a levantar su mano y poner un alto a tanto bribón.
Encerrados en nuestras oficinas, metidos en la sala de la casa, despotricamos en nuestras reuniones con los amigos; colgamos mensajes en las redes sociales, como si Paulo Coelho nos fuera a rescatar de estas. Al fin voy cayendo en la cuenta: no es que estemos como estamos, porque somos como somos. Estamos como estamos, porque hacemos lo que hacemos; y no alcanza, ¡no alcanza!
Pruébeme que me equivoco, que no somos apenas 300. Que lo nuestro no es hablar por hablar. Muéstreme que sí podemos alzar una sola voz e ir más lejos, que sí saldremos a la calle, que sí haremos cosas distintas. Muéstreme que los buenos somos muchos más, que nos estamos cansando de tanta insolencia, que sí contamos.