Para ganar la paz hay que perder la ventaja

El conflicto es la opción automática cuando persiste la exclusión, la injusticia más básica. El silencio y el olvido, lo muestra la historia, nunca funcionan a la larga.

La política trata sobre el poder. El Estado es la herramienta para usar la violencia por derecho, para salirse con el propio gusto, no importa lo que quieran los demás.

Esto no es novedad, siempre ha sido así. En Roma, Londres, Beijing o Tikal, para llegar al trono, el pretendiente mataba a su padre y traicionaba a sus hermanos. Ya en el poder, desconfiaba de todos, sus amigos los primeros. Cuando envejeciera, su hijo le clavaría el primer puñal y empezaría de nuevo el ciclo fatal.

Todo sigue igual, salvo por un par de inventos extraordinarios. La democracia nos dio formas de conseguir el poder sin tanta sangre, de ejercer el mando apenas enseñando la espada. Pero exigió del poderoso correr el riesgo de perder el control, aun estando en su mejor momento. Al asignar al pueblo la soberanía y tener elecciones, el ambicioso obtendría el cetro sin un baño de sangre, pero a cambio de compartir el poder.

La democracia dio salidas al conflicto, pero no le quitó las razones. La identidad, la religión y la riqueza siguen incendiando el enfrentamiento hoy, como en el Neolítico. Lo afirman cuatro siglos de conflicto en Irlanda del Norte. Lo ilustran tres generaciones sin paz en Sur Sudán. Hacía falta más para resolverlo.

Con el capitalismo, la democracia encontró la herramienta eficaz para pagar el fin de la violencia. El poderoso debía ceder control, ya lo vimos, pero deseaba mandar sin molestias. Mejor que aniquilar al contrincante sería comprar su silencio con prosperidad. Lo haría consumidor. Es genial, pues todos ganan. Y lo digo en serio.

Inglaterra lo resolvió temprano, apenas corriendo el siglo XIX. Estados Unidos tuvo que expurgar la antítesis del capitalismo que era la esclavitud, y luego descifrar la clave para comprar la paz de sus ciudadanos con juguetes maravillosos: auto propio y comida chatarra, televisión a color y iPad. Que vivan George Washington y Steve Jobs. ¿Quién quiere matar o morir por el poder, si lo tiene todo en casa? A la vieja Europa le costó más, y no fue sino hasta pasada una guerra atroz que se tomó en serio la necesidad de comprar la quietud de sus ciudadanos con una economía de bienestar.

Pero tampoco nos engañemos. Silencio no es olvido. La factura de la Reconstrucción, descarrilada con la muerte de Lincoln, fue cobrada cien años más tarde con el movimiento de los derechos civiles. La prosperidad del Plan Marshall y la enormidad de la vergüenza compraron una generación de silencio para los poderosos en Alemania tras la Segunda Guerra Mundial. Pero igual tocó pagar la factura de la indignación.

La paz, tanto como el silencio, cuestan caro. Pero el silencio es más caro, porque a la larga siempre se acaba. Cien años no han alcanzado para que los armenios olviden a la Turquía impenitente. Aunque haya sido el imperio otomano el responsable del genocidio.

Mandela –que siempre supo que la violencia es el esqueleto duro y frío del poder– lo entendió bien, y  compró, ¡compró! la paz de su pueblo. Cuando al fin tuvo el puño sobre la espada, supo dejarla en la vaina, y pagar a precio de oro la colaboración de su enemigo y el reproche de sus aliados más radicales. Entendió que la Sudáfrica de algunos siempre sería la Sudáfrica de nadie.

Y aquí volvemos a nuestra patria dolida, con la lección sin aprender. El conflicto es la opción automática cuando persiste la exclusión, la injusticia más básica. El silencio y el olvido, lo muestra la historia, nunca funcionan a la larga. Las triquiñuelas de los más ruines parchan el boquete, pero no lo rellenan. Y volverá la sangre a escapar de las tumbas mal selladas.

Por eso urge recordar, reconocer la historia. Cuando los ganadores humillaron a Alemania tras la Primera Guerra Mundial, dieron alas al monstruo Nazi. Los amigos en la élite, que hoy quieren silencio en nombre de acabar con la polarización, deben aprender la lección que entendió Mandela: no es al débil que se pide ceder ante la injuria escandalosa. La paz es una inversión costosa, que se hace cuando se tiene el poder. No se hagan ilusiones: es al ganador –porque sí, ganaron la guerra ingrata– al que le toca ceder, invertir y pagar la cuenta. Sin esto, la suya será siempre una prosperidad incierta, una victoria sin reposo. Habrán ganado la guerra, pero perderán la paz.

Original en Plaza Pública

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