Los Acuerdos de Paz ofrecieron salidas, pero las desperdiciamos; sobre todo al renegar de una condición necesaria para ello: botar las barreras, admitir que navegamos en el mismo barco.
El agua moja la playa y nos parece obvio el límite entre la tierra firme y el mar. Pero ¿es acaso cierto?
Con cada ola que entra, la arena sorbe un poco del océano. Pero igualmente el mar se lleva un poco de arena aguas adentro. Apenas nos detenemos a pensarlo, reconocemos lo problemático que es definir cualquier frontera. Burkeman, en un libro dedicado a examinar las penas que pasamos en nombre de la felicidad, destaca que ni la piel, tan obvia barrera entre el yo y el mundo, resulta impermeable. A escala atómica es incluso imposible distinguir dónde termina uno y empieza el otro.
Querer descifrar el problema de los límites no es nuevo. Del Taoísmo heredamos el ubicuo símbolo del taijitu para representar el yin-yang: los opuestos que más que contradecirse, se encuentran y definen mutuamente en una existencia compartida, en una frontera común. Lo uno no existe sin lo otro. Y de esto hace casi 25 siglos. Pero no estoy aquí para ensayar filosofía popular. Admitir lo ambiguo de las fronteras es un imperativo práctico hoy, aquí.
Desde su pasión por la educación, Luis Enrique López pone el dedo en la llaga: «… urge mirar el futuro desde una lógica de cohesión social, que supere la perspectiva multicultural del juntos pero no revueltos que parece haberse afincado en la mentalidad guatemalteca». En este territorio pequeñito hemos estado tan empeñados en prevalecer con cada nosotros particular, ya forzando al otro a ser réplica nuestra, o abstrayéndonos de la realidad compartida. El problema es que al hacerlo, hemos erigido murallas cada vez más sólidas y fosos más profundos en torno a las fortalezas de nuestra identidad limitada.
El contrincante que vemos como amenaza existe sólo en la medida en que delimitamos una plaza propia a defender. Esto vale tanto para una ventaja económica, como para una identidad milenaria. Inextricablemente, lo propio define a lo ajeno. Sólo hay un ellos cuando insistimos en un nosotros. Roma se hizo presa de los bárbaros cuando los romanos definieron a los pobladores del norte de Europa como tales.
Lo anterior tiene implicaciones importantes. Es obvio que enfrentamos agudos conflictos: en torno a la tierra, las industrias extractivas, el control del Estado, la identidad cultural y el idioma, por citar algunas razones. Los Acuerdos de Paz ofrecieron salidas, pero las desperdiciamos; sobre todo al renegar de una condición necesaria para ello: botar las barreras, admitir que navegamos en el mismo barco.
El conflicto puede traer frutos, pero debemos primero redefinir nuestros propios límites. El reto, el verdadero reto es que esto nos exige cambiar. La autoridad para reclamar que otros bajen las armas viene primero de salir de nuestras trincheras.
Escribo de lo que conozco: pedir justicia para los ixiles, tanto como dudar la verdad de la élite – tema ya habitual en esta columna– ha exigido primero una incómoda confesión: aunque aspiremos para arriba, la clase media urbana tiene más en común con los pobres que con los de arriba. Serán mayores los ingresos, pero nos parecemos tanto: en la precariedad del empleo, la amenaza de la enfermedad catastrófica, y la ancianidad incierta. En nuestra educación inútil y la presión insolente de la violencia.
Por ello, las circunstancias nos retan a cada uno a derribar barreras. Para el líder indígena que exige reconocimiento para su cultura y su idioma ha significado romper los muros entre pueblos y hacer causa común. Más aún, implica que, para concretar el elusivo derecho a un Estado que le sirva con justicia en una sociedad diversa, tendrá eventualmente que reconocer que no basta con procurar estados distintos para gente distinta. No es tan fácil.
Al miembro de la élite, que con anuncios de linda diagramación y jingles pide que mejoremos Guatemala, que nos comprometamos, sus propias palabras le hacen una provocación mayor: no basta con apremiar a los demás para que se sumen a la ruta que él y los suyos han definido. Tocará antes buscar el espejo y admitir que el primero que debe borrar sus fronteras y ser distinto, es él mismo.
Salir del agujero en que estamos metidos exigirá unión, y la unión pasa por demoler muros, por rellenar trincheras. Así que la próxima vez que alguien demande progreso, la próxima vez que nosotros mismos exijamos mejora, primero tendremos que preguntarnos: ¿estamos dispuestos a reconocer que una causa común pasa por abandonar esto que somos, y hacernos parte del otro?