Lo que ese autor ensaya es un malabarismo pernicioso. Encima, torna más altas las apuestas al usar cuchillos de doble filo.
Hace unos días vi un malabarista callejero. A esa actividad de poca paga, él agregaba un reto especial: hacía sus malabares con tres machetes.
El temor al desastre inminente impulsaba a voltear la vista. A la vez, el morbo forzaba a seguir viendo. Por supuesto, el fulano sabía lo que hacía, y el dominio de sus machetes le impulsaba a tomar un riesgo calculado. Lo más probable era que todo saldría bien, y cosecharía algún dinero entre su audiencia informal. Pero la posibilidad de herirse era real e inescapable.
Con la misma mezcla de temor y morbo observamos estos días otra función con cuchillos, esta vez en los medios. Bastante menos físico que blandir machetes, pero igual de serio. De algún tiempo para acá, algunos autores conservadores se han dado a la tarea de construir argumentos que pintan los esfuerzos por democratizar la sociedad con la misma brocha de exclusión que practican ellos.
Tomar para sí los derechos del contrincante es un recurso retórico universal. Es obvio que quienes defienden a los peores criminales reclamarán para sus clientes las mismas protecciones que todos los ciudadanos queremos gozar, aunque se apliquen a gente poco digna. El patrón puede con tanta razón alegar derechos de ciudadanía como el sindicalista, y el gran empresario pedir libertad comercial, tanto como el pequeño.
Pero el caso que describo aquí es un juego más sutil y mañoso: el sofista toma la descripción objetiva de sus propios rasgos antidemocráticos y la aplica cínicamente a aquellos que han señalado la histórica injusticia de su bando. Valga un ejemplo. La semana pasada, un líder del CACIF decidió que sería buena idea calificar de «neo-corporativistas» a los movimientos pro-justicia que, basados en los Acuerdos de Paz, reclaman un Estado más justo para todos. Con una ingenuidad poco creíble, escribe:
«De lo que fue originalmente un intento de oponer a las estructuras militares de gobierno una corriente que privilegiara lo civil, –lo no uniformado–, hoy se habla más bien de oponer a la clase política partidista una nueva élite de dirigencia social, que desde la comodidad de sus oficinas, promueven agendas, ideas y personas. Esta tendencia tiene dos efectos inmediatos: por un lado estigmatizar el quehacer político partidario y por el otro, el hacer surgir una especie de neo-corporativismo.»
Salvo por el asunto de oponerse a los militares en el gobierno, ¿habrá usted visto mejor descripción del CACIF?, ¡pero aplicada paradójicamente a sus críticos! Y parafraseo extensamente el original para ilustrar: el CACIF es un ente «neo-corporativista» que en todas partes ha penetrado al Estado. «Monotemático» en su resistencia a la reforma agraria, «financiado privadamente y con estructuras poco democráticas» en su representación del emprendimiento nacional, tiene «en sus manos decidir por otros los cursos de acción política del Estado».
Como el malabarista callejero, el columnista tiene un propósito muy concreto, mitad pericia y mitad engaño, que es el de capturar conciencias incautas. En la misma red de arrastre, que desdibuja las diferencias entre el pernicioso corporativismo oligárquico, y el débil y reactivo corporativismo que ese autor endilga a las ONG, caerá más de algún ciudadano como pescadito ingenuo.
Sin embargo, mi empeño aquí no es levantar la voz de alarma para los incautos. El aviso llega tarde para quien esté sorbiendo de sus bigotes los restos de atole con cicuta, sin haberse dado cuenta a qué hora se lo dieron a beber.
Hoy mi voz de alarma es para quienes hacen “opinión pública” – notables y pequeños, de derecha o de izquierda, conservadores o liberales. Lo que ese autor ensaya es un malabarismo pernicioso. Encima, torna más altas las apuestas al usar cuchillos de doble filo. El engaño podrá salir bien una, dos o veinte veces. Pero, ¿pensará en serio que puede salir indemne del juego?
Si las organizaciones sociales están manchadas con el corporativismo que hace ratos practica el CACIF, sería tiempo de sacar a ambos con firmeza del quehacer público, empezando por el más entrometido. Más aún, el desarrollo humano es causa común de las organizaciones que el autor sataniza. Bien harían sus colegas de élite, que al fin han abrazado con entusiasmo ese mismo desarrollo humano, en poner distancia ante tales sofismas.
Es muy mal negocio, hasta para la élite, anotar puntos retóricos a costa de meter en el juego peligrosos argumentos de doble filo y destruir las oportunidades para encontrar terreno común. Más aún, en un país cuya población excluida hace malabares para apenas sobrevivir cada día.