Un empresariado inevitable

Pensar que el mercado lo resuelve todo, o que del capitalismo saldremos como quien se quita una camisa sucia, es tan ingenuo como querer verle los pies al divino rostro.

Al capitalismo del siglo XXI le urgen reformas profundas. Caducó el balance entre trabajadores, empresarios y Estado, construido desde las primeras huelgas decimonónicas hasta la segunda posguerra mundial.

El conflicto en dos siglos parió un Estado vigilante, un capitalismo regulado y una ciudadanía industrial con derechos. Pero en nombre de la globalización se desdibujaron los bordes del Estado, se olvidaron los pactos y creció la necesidad de revisar el contrato. Vinieron los primeros reclamos a final de la década de 1990, pero fueron sofocados astutamente en nombre del antiterrorismo después de 2001. La catástrofe financiera de 2008 volvió a poner el tema sobre el tapete. Por más que los bancos se afanan en decirnos que agregan un valor descomunal a las economías, ya no les creemos. Pero no sabemos quién se sentará a la mesa a renegociar el pacto (¿cuál mesa, cuál pacto?, agregaríamos). De allí los desvelos, tanto de empresarios en Davos como de activistas del Occupy Wall Street.

Una cosa es clara: pensar que el mercado lo resuelve todo, o que del capitalismo saldremos como quien se quita una camisa sucia, es tan ingenuo como querer verle los pies al divino rostro. Podremos teorizar con vinos sobre el fin del capitalismo, pero la penosa historia soviética dejó claros los males que acarrea inventar a la fuerza un hombre nuevo e ignorar la irritante manía que tenemos los humanos de usar nuestro ingenio para producir novedades y buscar ganancias. Otro tanto con la bobería de ver el mercado como solución total. Quedan pocos dispuestos a apostar por esas ilusiones con su pellejo (o más bien con el de sus víctimas), aunque Latinoamérica sigue siendo terreno fértil para el absurdo. No digamos ya Guatemala.

Sin embargo, una cosa es denunciar un mercado secuestrado e imperfecto, otra muy distinta pensar que los problemas que enfrentamos se resolverán sin un empresariado amplio, diverso, vibrante y responsable. Sí, res-pon-sa-ble. Dos ejemplos basten.

Crece la atención sobre la necesidad de una educación secundaria para todos y se hace obvio el dilema: ¿estudiar para hacer qué? Procuramos que la educación nos ayude a ser felices, pero sin duda debe acomodar necesidades empresariales y de la economía. Hay que criar filósofos, pero flaco servicio haremos a la patria y al pueblo con solo criar filósofos. La prosperidad que apreciamos exige establecer empresas en que la podamos hacer realidad. Pedir que eduquemos para trabajar no es insistir en que eduquemos sólo para eso. Quien contrapone educación para el trabajo con educación para la auto-realización, como si fueran incompatibles, pareciera no tener que ganarse la vida. Al contrario, debemos formar jóvenes que tanto sean trabajadores competentes como ciudadanos empoderados. Esto exige que empresariado y Estado (muy distintos de oligarquía y esbirros, conste) sean socios en crear empleo, sin que el objetivo de ganancia se adelante al de la inversión social.

Igual ocurre en los casos hipersensibles de la minería, las hidroeléctricas y el petróleo. Tácticamente se entiende rechazar de cuajo la explotación de recursos naturales. Sin buena regulación y sin autoridades que representen los intereses de la mayoría, la riqueza extraída solo servirá para enriquecer a unos pocos. Mientras la explotación mal regulada malbarata el bien natural y daña al ambiente, la explotación postergada siempre se puede realizar más tarde. Además, en un entorno de política malintencionada, el que aboga por el ambiente y la población debe recurrir al caso límite para hacer valer el derecho de los débiles.

Sin embargo, no pensemos que el tema es eternamente soslayable. Rara vez el ambientalista viaja todo el camino en bicicleta o a pie. ¿De dónde saldrá su gasolina? Yo que escribo y usted que me lee usamos para nuestra denuncia indignada las maravillosas tecnologías digitales. Ésas que exigen minar metales preciosos, que consumen electricidad. Y entre propiedad individual, cultivo doméstico, administración comunitaria y producción industrial hay diferencias de escala, pero no de intención: explotar los recursos naturales. Así que no nos pongamos más papistas que el Papa. Aunque debemos rechazar con claridad a los abusivos y sus abusos, siempre seguirán allí las difíciles decisiones sobre extraer de la naturaleza la riqueza que necesitamos para sostener nuestra humanidad expansiva. Y allí, para hacer esa extracción, para hacerla eficiente, creativa y productiva, allí tendremos que entendernos con un empresariado. No en otros, sino en nosotros mismos. ¿Podremos hacerlo con sensatez?

Original en Plaza Pública

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