Siguiendo este camino de los que nunca aprenden, terminamos con una sociedad donde nadie escucha y, sobre todo, donde la evidencia no cuenta.
El pequeño se apura y la madre advierte: “no corras que te vas a caer”. El niño no hace caso y sigue a toda velocidad, con resultado previsible: termina de bruces en el suelo.
De pequeños aprendemos a base de errores. Ensayos que terminan mal y los mayores que ayudan a sacar la lección (¿viste por qué te decía que no corrieras?); sacudimos el polvo de nuestras rodillas y empezamos de nuevo. Sin embargo, de adultos con facilidad olvidamos que aprender es equivocarse en la dirección correcta.
Un problema mayor que nos dejaron 1954 y el conflicto que le siguió, es la intolerancia al error. Supongamos por un momento que Árbenz estuviera equivocado. Soy de los que piensa que no lo estaba. Pero asumamos que sí. Que lo que necesitábamos no era diversificar la producción, dotar de tierras y sustento a los campesinos pobres, ni reducir el control de los pocos sobre la política y la economía. Eventualmente habría cosechado los frutos de su error y se habrían hecho evidentes las limitaciones de sus apuestas. O habríamos visto la razón profunda que le iluminaba, con una economía vigorosa y una sociedad en paz. Sin embargo nunca lo sabremos. En yunta ingrata, el anticomunismo rábido y el interés estrecho nos dejaron sin oportunidad de probar, fallar y enmendar.
¿Qué pasaría si Manuel Ayau y sus retoños incubados en la Universidad Francisco Marroquín tuvieran razón? Soy de los que piensan que no la tienen. Pero asumamos que sí. Que la vida es un sálvese quien pueda y que lo necesario es poner todo a compra y venta, desde los Tor-Trix hasta la salud, la educación y la convicción política. Nunca podremos saberlo, porque sus ideas se han tomado como verdad revelada, no como ensayo, y más que hijos, aquellos son apóstoles de un evangelio avasallador. Aun cuando en Guatemala hayan tenido más éxito que el más ambicioso hijo de Marx en la URSS, no han tenido oportunidad de aprender, ni de lo bueno ni de lo malo, porque lo único que cuenta es la pureza de la doctrina.
Siguiendo este camino de los que nunca aprenden, terminamos con una sociedad donde nadie escucha y, sobre todo, donde la razón y la evidencia no cuentan. Cambiar exige una alianza distinta. Es obvio que no sirven los pactos actuales, entre los que añoran a Arévalo, o entre quienes suspiran por Ubico. Ésta tendrá que ser la alianza de los que no tememos aprender y cambiar.
Esta alianza requiere hacer apuestas arriesgadas, que arrancan con la firmeza de nuestras convicciones, pero luego exigen salir de nuestra zona cómoda. Aquí no cabe el todo se vale del político veleta, que con tal de no perder un solo voto jamás define una ideología y así jamás debe enmendar. Tampoco cabe la disciplina obcecada de la élite, donde todos se cuadran con los discursos más retrógrados, como ante el juicio a Ríos Montt, por temor al ostracismo.
Luego toca someter las convicciones a prueba. El mercado no es cuestionable como solución para todo nomás porque lo haya afirmado un señor que mientras predicaba libertad practicaba monopolio, o porque los gringos nos lo pongan como condición para todo. Será porque en veinte años de darle rienda suelta a mercados en salud y educación, allí la inequidad se profundizó y los indicadores aún tropiezan. La autonomía de la USAC no se justificará por tricentenaria, sino en la medida que produzca buena ciencia, sin regalar doctorados espurios. Las decisiones de una corte de constitucionalidad no son justas por unánimes, sino cuando sus razonamientos tienen sentido.
Finalmente, no bastan las convicciones firmes y la capacidad para evaluar la evidencia. Ser miembro de una alianza para cambiar exige valentía para reconocer el bien y aliarse con él, cuando la evidencia lo manda. Antaño el problema de la izquierda no fue su apuesta por métodos tan suicidas como violentos. Fue su incapacidad para aprovechar a quienes señalaban el error sin tacharlos de traidores. Hoy el problema de la élite no son su racismo histórico, o su enamoramiento con teorías económicas que tienen más de fe religiosa que de matemáticas. Su problema mayúsculo es la indisposición de sus hijos más decentes a romper filas y decir –en público y bien alto– que no comulgan con tanto escupitajo a la cara de las instituciones; a proclamar que no están de acuerdo con el cenáculo de dinosaurios que rigen su cotarro con mano de hierro y olor a heces.