Abracemos nuestra modernidad

Reconocer y abordar la modernidad es un asunto toral en Guatemala, porque dos grupos sociales que definen nuestra particularidad han hecho apuestas importantes por conservar el pasado.

Resulta importante explicarnos la modernidad, porque podemos entenderla como una justificación de la historia. O como una actitud ante la vida.

Empiezo marcando la diferencia entre modernidad, como cualidad de “aquello perteneciente o relativo al tiempo de quien habla o a una época reciente” y modernismo, como “afición a las cosas modernas con menosprecio de las antiguas”. Como justificación, modernismo es afirmar tras los hechos que triunfamos porque teníamos razón. Los conflictos son una constante humana, y los ganadores siempre se han apurado a reescribir la historia, llamando obvia su victoria. Es la excusa eterna de los colonialistas, que llaman salvajes a sus víctimas y evangelización a su destrucción. Pero también y por reflejo, una trampa para quienes les resisten.

Sin embargo, como actitud, modernidad es entregarnos a la realidad de la historia como flecha con dirección. Podremos añorar, incluso simular el pasado, pero nunca repetirlo. Para esa flecha resulta indispensable la razón, que usada de forma sistemática permite paulatinamente mejorar, ya sea en las explicaciones o las intervenciones. Dicho en concreto, es la ciencia.

Es posible, por supuesto, abrazar ideas y razones acientíficas, pero luego no podremos alegar porque no funcionen. Al fin, no hay motores a base de energía angelical ni celulares aristotélico-tomistas. ¿Por qué? Porque la física newtoniana y cuántica se desempeñan mejor que la metafísica para entender, explicar y manipular la realidad material. Igualmente, la eficacia farmacológica se basa en la comprensión de la bioquímica, no sobre ambiguas formulaciones de frío y caliente.

Ante mi dardo malicioso, ya veo la pregunta: “¿y qué me dice de las útiles prácticas de medicina natural?” De nuevo es un tema de flechas, de explicaciones eficaces. Cuando la medicina científica aborda los problemas y soluciones de otras medicinas, la racionalidad le permite descifrar causas. Al revés no pasa: las formulaciones sobre frío y caliente no ayudan a entender, menos aún predecir, por qué funcionan – y dejan de funcionar – los antibióticos o el Viagra. En suma, hay formas mejores, por más eficaces, de involucrarnos con la realidad material. Rechazarlas exige un tozudo des-aprendizaje o auto-engaño.

Pero dejemos de lado la física y la medicina. ¿Por qué importan estas ideas para hacer patria? Reconocer y abordar la modernidad es un asunto toral. Lo es en Guatemala de manera especial, porque dos grupos sociales que definen nuestra particularidad han hecho apuestas importantes por conservar el pasado. Me refiero a la élite económica (la manida “oligarquía”) y los pueblos indígenas.

Es justo y respetable apelar a la tradición como pegamento de identidad. Saber de dónde venimos ayuda a entender quiénes somos. Mucho de nuestro acervo parte de subirnos a hombros de los proverbiales gigantes, nuestros antepasados. Pero hay que saber escoger gigante, pues poco ayuda aquel cuyas explicaciones no funcionan o hacen daño. Modernidad es reconocer esto.

Cuestionar la irracionalidad de las creencias nuestras y de nuestros antepasados no nos disminuye. Más bien, permite actualizar eficazmente nuestra identidad. Vivir hoy con ideas trasnochadas o imponer de forma autoritaria medidas ineficaces, sólo por una malentendida continuidad cultural, no nos hace leales. Así se trate de cultura europea o indígena precolombina, igual nos hace bobos, o mañosos. Piense en el yijadi radical, que veda a las hijas la escuela y prohíbe a la esposa conducir el auto, pero tiene al lado una muy contemporánea AK-47. Qué conveniente, ¿no?

Partamos entonces de admitir que la modernidad es inescapable y de todos. Basta una visita al museo Ixchel para ver que los trajes indígenas de hoy son distintos de los de hace 100 años. Así que ni para bien ni para mal me venga con que los pueblos indígenas no tienen modernidad. El k’iche’ y el q’eqchi’ pueden ser tan parte del presente y del futuro de Guatemala como el inglés. No reconocerlo es muestra de enorme pereza mental, o peor.

Los hijos de la élite, tanto como los de los pueblos indígenas, pueden y deben ambos construir bienestar sostenible, entendiendo y actuando sobre la evidencia, no sobre el prejuicio heredado. Si nació con cuchara de plata en la boca, abandone ya ese miedo racista,[1] abrace la razón, la diversidad y la interculturalidad, y constrúyase una identidad de élite no-oligárquica. Si usted es indígena, éntrele con empeño a la urbanización, la educación, la ciencia y la tecnología, y malogremos juntos las imperecederas palabras de Álvaro Aguilar:  “Dichosos hombres de maíz, que viven en las ciudades, que tiene vacunas en abril, y agua caliente en la mañana.” ¿Por qué no?

Original en Plaza Pública


[1]  “El Sr. Mandela, quien murió el jueves por la noche a los 95 años, parecía entender que la fuerza motivadora tras los odios étnico, religioso y racial no es única, ni principalmente, el interés propio; es el miedo, la desconfianza, la falta de entendimiento.” (Editorial del Washington Post, 6-12-13, traducción mía).

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