Reconozcamos que el reto es para todos, aunque toque a una población diversa. Debemos primero cerrar las brechas de inequidad.
Nuestra educación tiene problemas. El sistema prepara mal a la mayoría. Incluso quienes pagan más apenas alcanzan el promedio de sociedades más avanzadas. ¿Qué hacer?
Sirva una metáfora de actualidad para encontrar soluciones: podemos concebir la educación como deporte extremo. Imagine al escalador, concentrado y solitario, que trepa como mosca por el acantilado. La preparación es minuciosa; el esfuerzo, descomunal. El error se paga muy caro, y el triunfo, cuando llega, es para uno solo. Una educación elitista da grandes recompensas a los más afortunados y talentosos. Pero solo a ellos.
En contraste, la educación puede ser como la media maratón que recién corrieron tantos. La multitud en una montaña escarpada es inviable, incluso peligrosa. En la maratón, mientras más gente, más entusiasmo. Por supuesto, correr 21 kilómetros también requiere preparación, e igualmente habrá un solo primer lugar. Pero hay espacio para todos. Desde el anciano entusiasta hasta George Towett, cada uno encuentra motivos para correr, y con ejercicio y tiempo todos llegan a la meta.
Igual necesitamos repensar nuestra educación como imperativo universal más que como ejercicio de excelencia individual. El revuelo que causó Contrapoder al publicar hace unos meses los resultados de las pruebas de matemática y lenguaje en los colegios y escuelas de la capital lo subrayó. Más lo destacó la respuesta de los lectores: cada uno preocupado con la calidad de su colegio, al que van sus hijos, sin ver que nos hundimos todos en la incompetencia.
Hasta aquí las soluciones ensayadas han sido de deporte extremo. La creciente comercialización escolar, las olimpiadas académicas, incluso las evaluaciones y los premios a maestros destacados, han sido ejercicios que quizá optimicen la innovación y recompensen el esfuerzo particular, pero se quedan terriblemente cortos como soluciones al problema mayor.
Atrevámonos a repensar la reforma educativa. Hemos estado peleando por el cadáver de un viejo Estado que favorece solo a los que ya tenemos oportunidades. Segmentamos sistemas distintos para gente dispar: la élite para la élite, lo mediocre para la clase media, lo público para los pobres. Y luego, dedicado cada uno a defender su pedacito.
Reconozcamos que el reto es para todos, aunque toque a una población diversa. Debemos primero cerrar las brechas de inequidad, la diferencia injustificada. Es abismal la divergencia en oportunidades, recursos y calidad educativa a la que se accede simplemente por motivo del domicilio rural versus el urbano.
Urge también elevar la calidad para todos. Incluso los egresados de los colegios privados llegan a la universidad sin capacidades para pensar. No lo digo yo: me lo admitió con sorpresa y frustración el rector de una de las universidades más caras del país.
¿Cómo emprender esta carrera? Sugiero, querida lectora, empezar por deshacernos de algunas rémoras. Primero, dejemos de buscar culpables. No alcanza con mentar al Cacif, a los sindicatos, a los normalistas… o a los comunistas quizá. Aquí el problema nos alcanza a todos y necesita de todos para resolverse. Todos debemos correr los 21 kilómetros y alcanzar la meta. Aunque le parezca ingenuo, todos debemos participar de una educación de calidad comparable entregada con recursos comparables.
Segundo y paradójicamente, abandonemos la falsa igualdad. Quinientos años no han alcanzado para borrar la diversidad, ¡y eso es bueno! El anciano y el atleta no entrenan de la misma forma ni buscan la misma marca. Aquí no funcionará la talla única: necesitamos una matriz flexible de respuestas específicas.
Lo más obvio es la necesidad de adoptar la educación bilingüe e intercultural como nuestra forma básica de educar. Empecemos por aprender cada uno las primeras letras de la forma más eficiente, que es en el idioma materno. Detallemos también las necesidades y, sobre todo, las diferencias de inversión —más para los que tienen menos— que aseguren que en cada municipio, aldea y caserío todos tengan los recursos para aprender. Lograr esta precisión en inversiones universales, equitativas y específicas exige desterrar la cruel necedad de que los programas sociales son asunto de merecimiento. La educación pública universal no es premio para los buenos, es inversión en capital social. Igual con los alimentos escolares y las transferencias condicionadas en efectivo.
Usted y yo estamos entre los privilegiados. Leer este periódico en línea ya lo confirma. No es que el que quiera pagar tenga que abandonar su deporte extremo, pero sí exijo que de nuestra holgura apartemos y aportemos para el bien común. Nos conviene que todos lleguemos a la meta.