La desnutrición no es un objeto de política pública, es un indicador de una formación social que debe cambiar

Aunque parezca absurdo, la desnutrición no es un problema a resolver, y escasamente es un obstáculo a la productividad. Para el caso de Guatemala, en cambio, la desnutrición es un rasgo sustantivo de la forma en que se organiza su economía. Sí, la pobreza conduce al hambre, y el hambre puede afectar la productividad; pero la relación entre hambre y productividad también puede caminar en dirección opuesta. Esto en Guatemala es real: el hambre no estorba la acumulación, sino que señala la forma en que esta se realiza.

La niñez guatemalteca con hambre es el saldo de un cálculo económico específico y reconocible. Es asunto de física fundamental: las personas consumimos para nuestro mantenimiento la diferencia entre lo que recibimos de la naturaleza o de otra gente y lo que damos a esa misma naturaleza o a otros. El tamaño de tal diferencia define, en lo individual y en lo social, lo bien o mal que podemos estar; incluyendo cuánto de nuestro potencial de estatura realizamos. Así, las niñas y niños desnutridos concretan en su cuerpo el balance producido por una forma de acumular riqueza que se predica, no en incrementar la productividad y así aumentar lo que queda disponible a las personas, sino en extraer de ellas todo lo que sea posible, sin apenas invertir algo de vuelta.

Superar el reto del hambre en Guatemala exige primero reconocer una idea repugnante: que para la acumulación de riqueza en Guatemala la desnutrición no es un problema, sino un rasgo integral, incluso funcional. La lenta disminución de la desnutrición en Guatemala a lo largo de las últimas décadas no se ha debido principalmente a la política pública —buena o mala—, sino sobre todo a cambios sociales y demográficos, entre los que destacan particularmente la urbanización, la «clasemediarización» de una parte de la población indígena y la migración internacional. Las intervenciones deliberadas de seguridad alimentaria y nutricional apenas bailan encima de esas tendencias sociodemográficas, pero no las definen. Y por eso, aunque hay breves periodos de reducción más rápida, la tendencia general rebota apenas se descuidan los programas, porque no modifican la dinámica subyacente de extracción sin inversión.

Reconocer que la tarea es asunto de economía política mucho más que de servicios públicos también aclara una confusión: sin duda es posible decir que la desnutrición se concentra en los indígenas y que lo hace por excluidos, no por indígenas. Pero dejarlo en eso arriesga ignorar algo más profundo: que no es casual que sean precisamente los indígenas los excluidos. De hecho, son excluidos justamente porque son indígenas. Esta exclusión racista refleja la explotación racista que anida históricamente dentro de nuestra economía, que precisa una categoría de personas a las que se puede explotar con impunidad y de las que se puede extraer sin invertir. Esto hace visible que el reto es una tarea de economía política: enfrentar el que se les excluye por indígenas y se les excluye para explotarlos.

Hechas tales admisiones comprendemos que nunca alcanzarán las intervenciones sobre y contra la desnutrición. Hasta podrían llamarse perversas (si no fuera porque son positivas para sus beneficiarios directos), porque hacen creer que estamos abordando y resolviendo el problema, cuando lo que hacemos es atender un síntoma sin amenazar el balance de poder que lo reproduce perpetuamente.

En suma, no podemos, en nombre de la buena política pública, aspirar a hacerles cosas a los desnutridos. Si somos serios debemos querer cambiar el balance de poder, ese que no deja a ciertas categorías de personas controlar la riqueza suficiente para no pasar hambre, ni les deja realizar su potencial.

El asunto no es solo problema de los más desnutridos, que apenas son el pico de un témpano que incluye a la gran mayoría. Basta ver a los presentes en cualquier reunión de guatemaltecas y guatemaltecos, así sean de clase media y, en algunos casos, hasta miembros recientes de las élites: ¿qué proporción mide más de los 165 cm que los pondrían arriba del promedio nacional de estatura masculina, que incidentalmente ya es el más bajo de Latinoamérica? Una gran mayoría somos frutos desnutridos de un sistema de exclusión, y lo mostramos en la adaptación de la baja talla con que responde la biología a contextos de escasez; porque hemos sido desnutridos históricamente (en las generaciones anteriores), crónicamente (a lo largo de toda nuestra vida), o —solo en los casos más severos— en agudo. Es apenas asunto de plazos, no de la dinámica general.

Eso, que somos una sociedad en la que la mayoría de la población debe adaptarse a una escasez forzada por la depredación, es lo que nos hace distintos de nuestros vecinos más exitosos en «combatir» la desnutrición. Sin reconocerlo nunca apuntaremos al problema de fondo, menos aún lo atajaremos. Cambiar el discurso y la acción política, implementar políticas públicas eficaces y entender que la desnutrición compromete a prácticamente todos los sectores, especialmente a los económicos y de política económica, depende de eso: de querer retar, sobre todo de querer cambiar, nuestro statu quo. De todas las luchas posibles es la más importante.

Ilustración: Ciudadanía de segunda (2023, con elementos de Adobe Firefly)

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