En Guatemala se implica que dedicarse a la promoción de los derechos humanos es un esfuerzo poco meritorio. ¿A qué se debe este curioso supuesto?
Con regularidad leemos en la prensa expresiones como la que he usado para el título. Es fácil descartarlas como epítetos vacíos, que descalifican sin dar explicación, pero vale la pena preguntarnos por qué funcionan.
Al fin, columnistas como Zapeta o Figueroa podrían referirse a aquéllos con quienes discrepan como “vacas gordas”, o cualquier otra injuria vacía. Pero eso no surtiría efecto, no tanto por absurdo, sino por faltarle eco en la cabeza de los lectores.
Para entender cómo operan estos insultos necesitamos escarbar qué implica su uso. Vamos por partes. Vividor decimos para referirnos a una persona que lucra sin trabajo. Vividor es el que come a costillas del esfuerzo de otros, digamos un marido haragán que se sirve del empeño de su pareja, o un empleado holgazán.
Entonces, cuando se dice que alguien es un “vividor de las ONG” o un “vividor de los derechos humanos”, hay cierta implicación de que la persona señalada recibe ingresos injustificados. Ya sea que la ONG los mantiene sin que trabajen, o que la ONG misma se aprovecha de otros. Lo mismo vale para los “derechos humanos”: se implica que la persona señalada se aprovecha de los derechos humanos, o que promocionar los derechos humanos es en sí mismo un propósito ilegítimo.
Sospecho que en ambos casos el énfasis está en la segunda explicación: en la imaginación del guatemalteco, trabajar en una ONG o dedicarse a la promoción y defensa de los derechos humanos son esfuerzos poco meritorios, que no debieran recibir recursos. ¿A qué se debe este curioso supuesto?
La cosa se aclara si la consideramos por contraste. Si aquellos son trabajos indignos, debe haber otros considerados como válidos. Me atrevo a decir que para el clasemediero urbano la ocupación respetable por antonomasia es el empleo en el “sector privado”. No se califica a alguien como vividor por ser gerente de marca en una licorera, cajero de tienda o contador en un banco. Ello a pesar de que el primero contribuye aunque sea indirectamente al alcoholismo, el segundo probablemente sea parte −consciente o inconsciente− de una defraudación fiscal, y que de los financieros tengamos razones de sobra para desconfiar.
Entonces, ¿por qué ver más digno el empleo privado que el de la ONG, aunque ésta promueva los derechos laborales del cajero, o procure el pago de los impuestos que el jefe del contador prohíbe registrar en la empresa privada? Un ejemplo ilustra. Recientemente escuché que una conocida tenía a sus hijos en un colegio muy caro, pagado por la ONG internacional en que trabajaba. Un amigo no tardó en hacer comentarios sobre los “vividores de las oenegés” para referirse al caso. Minutos más tarde se comentó que el mismo colegio estaba por recibir un contingente de hijos de empleados de una transnacional de cosméticos, igualmente pagados por su empleador. En absoluto cuestionó mi amigo la noticia. No supe qué pensar en el momento, pero luego reflexioné, ¿por qué sería más legítimo el beneficio del empleo de la transnacional que nos vende poco más que jabón de coche con colores y a precio de oro? ¿No debería mi amigo apreciar tanto o más a la gente empeñada en llevar educación y salud a comunidades rurales, que a quien se gana la vida produciendo alcohol o tabaco?
Lo mismo podría decirse de la promoción de los derechos humanos. ¿Por qué despreciar tan fácilmente el trabajo de quienes levantan la voz por una comunidad rural, o buscan garantizar un marco jurídico que nos proteja a todos?
Hoy, algunos se apuran a gastar millones (¿de dónde salen?) publicando pasquines mal escritos para maldecir a quienes piden justicia o hablan por los más pobres. No nos detengamos en la malicia de los panfleteros, con su agenda trasnochada, sino en el eco que encuentran en los lectores. Cuestionemos la perversión de valores de guatemaltecos que rechazan lo que les conviene y halagan lo que no sirve.
La próxima vez que esté presto a sumarse al coro de los insultos, haga un alto. Antes de dejarse llevar por los calificativos, pregúntese por qué los acepta. Es probable que esté haciendo la corte al bando equivocado.