El vendepatrias

¿Cómo se hace un traidor? ¿Cuándo decide su traición? Jimmy Morales, expresidente guatemalteco, señalado de ilegalidades y miembro automático del Parlamento Centroamericano, se ha lanzado a conseguir una diputación. Su vida y hechos son una historia precautoria.

La biografía de Morales comienza como estereotipo de la clase media urbana que cristalizó con la democracia y el fin de la guerra. Nacido en 1969, estudió en un instituto secundario evangélico y eventualmente en dos universidades protestantes. Pero su licenciatura es de la Universidad de San Carlos —no podía ser de otra forma, era clasemediero— en una carrera que sintetiza la ilusión, o quizá la necesidad, del aspirante a la riqueza: se hizo administrador de empresas.

Eventualmente recaló como comediante en escenario y pantalla. Traficó con un humor de mínimo común denominador, construido con estereotipos racistas: afrodescendientes en blackface, indígenas lelos de dientes torcidos, árabes de nariz gigantesca, todo macerado con un título que juega con su nombre y quiere ser excusa: «Moralejas». Construyó su visibilidad y popularidad. Y en algún punto, quizá poco a poco, creció su interés por la política y fue convergiendo con Avemilgua, organización representante de los intereses de los ex-militares que quedaron sin propósito —en desventaja y con una enorme dosis de resentimiento— tras la firma de los acuerdos de paz.

Puesto en la confluencia entre política partidista e interés de los veteranos, fue el sujeto perfecto, en el momento preciso. Así personificó en 2015 al outsider «ni corrupto ni ladrón» con que la ciudadanía urbana clasemediera quería verse reflejada en la papeleta electoral, tras la expulsión de Pérez Molina y Baldetti y frente al arribismo cínico de Manuel Baldizón.

En Morales los exmilitares encontraron lo que Álvaro Arzú consiguió más cerca de casa con su hijo homónimo: suficiente arrojo para creerse competente, insuficientes luces para temer a sus limitaciones, un patriotismo simplón pero insistente y una conciencia que hace pocas preguntas. Como en El Irlandés de Scorsese, el trabajo sucio exige gente así. Nomás que la élite resuelve las cosas con más facilidad que la clase media y por eso Arzú hijo llegó a la misma coyuntura con 16 años menos de edad que el comediante.

Pero volvamos a Morales. En ese período crítico terminó de tenderse la trampa que definiría su dilema y la desgracia de todos nosotros. Fue cuando Felipe Bosch, Guillermo Castillo, Ramiro Castillo, Herbert Gonzalez, Stefano Olivero, Salvador Paiz, José Miguel Torrebiarte y Fraterno Vila (con nombres completos, porque lo admitieron en público y así viajarán siempre con Morales), miembros de la más encumbrada élite económica nacional, conspiraron para financiar ilícitamente su campaña política.

Ese compromiso con el pasado, pactado a escondidas, terminó de concretarse a plena luz cuando Morales prefirió proteger a su hijo y a su hermano, pescados por robar en triquiñuelas de facturas falsas, y apuró con esa excusa la salida de la Cicig. Su presidencia, nacida con un patriotismo de lenguaje ampuloso e himno nacional mal cantado, se perfeccionó en la reproducción de una imagen atroz: 36 años antes, Efraín Ríos Montt en el Palacio Nacional se apostó frente al pleno del mando militar para anunciar su golpe de Estado. En 2018 Morales repitió el gesto al proclamar la expulsión de la Cicig. Imposible tomar de forma más literal, ni más amarga, la célebre frase con que Marx abrió el 18 Brumario de Luis Bonaparte: a la tragedia siguió la farsa.

Sin entender lo que la historia pedía, asumió completo el papel del pobre diablo, del vendepatrias.

La historia deviene en grandes procesos y se construye con multitudes, pero gira sobre el gozne de los individuos —sus actores últimos— que al decidir abren un futuro mientras cierran otro. La mayoría lo hacemos sólo para nosotros mismos. Unos pocos —para desgracia o fortuna— representan mucho más: una clase social, un pueblo, una nación o una sociedad.

Morales tuvo por desgracia estar en una situación así y no dar la talla. Sin entender lo que la historia pedía —superar desde la clase media nuestra herencia colonial de injusticia— asumió completo el papel del pobre diablo, del vendepatrias. Por eso el 14 de enero de 2020 comenzó a huir: al terminar su presidencia debió correr del Palacio Nacional a un hotel y ser juramentado a media noche por un Parlamento Centroamericano mañoso, con tal de no perder su inmunidad judicial. Hoy corre otra vez y por la misma razón. Quizá sea electo diputado y sobreviva otros 4 años. Pero por más que corra, nunca dejará de huir de la traición que cometió contra su propia clase media y su nación, contra la justicia y la historia.

Ilustración: Judas Hoy (2023, con elementos de Dall-E)

Original en Plaza Pública

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