Richard Feynman famosamente dijo que nadie entiende la mecánica cuántica. Afortunadamente, eso no ha detenido de usarla a generaciones de físicos e ingenieros. Con ella describen las implicaciones más profundas de la naturaleza y crean aplicaciones que van desde encontrar tumores con la resonancia magnética hasta habilitar el celular que llevamos en el bolsillo.
Interactuar provechosamente con la naturaleza exige desarrollar y usar buenas teorías —esas que explican lo que hay, no lo que quisiéramos que hubiera— y estar dispuestos siempre a perfeccionarlas. Pero eso es muy distinto a quererlo precisar todo. La mecánica cuántica enseñó a la física a vivir con la incertidumbre: importa más entender el tenor de la realidad que sentenciar con firmeza donde va cada partícula.
Renunciar a la certeza es quizá lo que la religión nunca le perdonó a la ciencia. Por milenios chamanes, sacerdotes e imanes —hombres casi siempre— han sentenciado: así es. Aunque no sea.
Lo interesante es que con sus descripciones rígidas y aún erradas ellos arrastran a enormes mayorías de gente. Aunque algunas personas aceptan una fe por temor —así sea de un supuesto infierno o ante la muy real amenaza de la «policía moral» iraní— sí hay muchos otros que creen —con firmeza y sin intimidación— en propuestas equivocadas.
El asunto señala una diferencia importante: las teorías que pensamos solo tangencialmente se relacionan con las historias que contamos. Por teoría me refiero a una explicación condicional y más o menos precisa sobre la realidad, mientras que con historia señalo un relato que articula de forma coherente una variedad de elementos.
Hay teorías equivocadas, aunque parezcan ciertas: los antiguos pensaban que el Sol y las estrellas giraban en torno a la Tierra. Y hay teorías correctas, aunque no sean obvias: Einstein intuyó que nada podía moverse más rápido que la luz y que reconocerlo exigía admitir que el tiempo y el espacio son flexibles. Solo la prueba y la disposición a cambiar permitió descartar la primera y validar la segunda.
Por el contrario, es difícil rechazar o corroborar historias, aún aquellas que articulan elementos de las teorías. La noción de que la Tierra estaba en el centro del universo no era solo pieza de una cosmología sino que también de una cosmogonía: un relato místico que coherentemente ponía a la humanidad en el centro de la creación. Debieron fallar muchos elementos del relato para que fuera abandonado, aún siendo equivocado. Otro tanto pasa con los seguidores de Marx y también de Hayek y Mises: los autores señeros construyeron teorías a verificar, pero sus ideas se incorporaron en historias. Luego sus seguidores dedican una buena parte del esfuerzo a apuntalar el relato, así los elementos teóricos sean invalidados por gente menos facciosa.
Las historias surgieron como medio compacto y memorable para transmitir información crítica.
Esto no es accidental, sino que remite a la maravillosa pero falible psicología humana, evolucionada desde que surgimos en África. Las historias surgieron como medio compacto y memorable para transmitir información crítica. Quizá los físicos no entiendan la mecánica cuántica, pero hasta sus hijos más pequeñitos pescan a la primera el cuento de Santa Claus, porque les importa.
La consideración viene al caso en tiempos electorales, madura temporada de cuentacuentos. Una campaña electoral exitosa se monta sobre una buena historia. Su relato coherente y memorable deja claro quién es el lobo feroz y dónde va la Caperucita Roja. Eso no exige veracidad: los lobos podrían estar en riesgo de extinción y, para ajustar, ni hablan ni se visten de abuela.
De forma más amplia la televisión y muy particularmente las redes sociales nos han hecho ávidos consumidores de historietas, mucho más que experimentales verificadores de teorías. Un minuto sobra en Tiktok para asquearse con lo que sale de hervir las paletas de madera de la cocina. Entender por qué sucede eso o evaluar si importa para la salud tomará bastante más tiempo y esfuerzo.
Con consecuencias mucho más graves, sucede igual al ver hilera tras hilera de prisioneros en una cárcel salvadoreña: en 30 segundos, la regularidad de los tatuajes y la fluidez del vídeo completan un relato coherente y memorable, que afirma quiénes son los malos (ellos) y quiénes los buenos (nosotros, por supuesto). Las sutilezas del derecho, el costo a largo plazo, la multitud y diversidad de caminos que llevaron allí a cada uno de esos hombres jóvenes, ahora indiferenciables con la cabeza rapada, eso no cabe ni interesa en la historia. Y, muy para nuestra desgracia, la mente del consumidor de historias no lo pide ni lo nota.
Ilustración: Una vieja historia (2023, con elementos de Dall-E)