Mi título es enteramente injusto para con la política exterior de los EE. UU. en Guatemala. Pero confío que sirva para llamar la atención. Y ahora que me lee, reflexionemos juntos sobre la relación entre el poderoso país del norte y nuestro Estado perverso.
Aunque la democracia en Guatemala sí importa a Washington, mi argumento es este: con respecto al poder aquí, los EE. UU. ya tiene el mejor de los mundos posibles, que no es decir que tiene el mejor de los mundos deseables, ni siquiera para ellos mismos. No digamos ya para nosotros.
En la Casa Blanca (y algunos en el Capitolio, aunque con matices) quisieran ver en Guatemala un gobierno legítimo electo por mayoría, transparente y justo, que lidera con certeza y sin interferencia una economía competitiva y productiva. Quisieran que representara a una población próspera, sana, educada y que abraza sus valores de democracia liberal. Quisieran ver que cuidamos el medio ambiente a la vez que favorecemos oportunidades comerciales —tanto exportaciones como importaciones— para las empresas norteamericanas. Especialmente querrían que los guatemaltecos no migremos sin control y que no seamos plaza para el narcotráfico.
Hasta allí las esperanzas, que obviamente no se cumplen, que quizá no se cumplan nunca. Por eso los responsables de la política exterior estadounidense priorizan. Ven el asunto como dice el adagio colombiano: «del ahogado, el sombrero». Ante una situación irremediable, rescatan lo que se puede.
En buena medida la política exterior estadounidense ilustra un conductismo estricto. B. F. Skinner estaría orgulloso: para cada estímulo, una respuesta. Y nada más. O acaso, se refuerza con premios y castigos.
Véalo en acción: ante una servicial élite autóctona, se sirve y asegura control, porque hay que hacer negocios. Ante la inexorable exclusión, promueve religiones quietistas y así al menos previene las revueltas. Y ante las drogas y el crimen organizado —este tema es crítico— aplica la mano pesada hasta donde sea posible. Con la migración —otro tema clave— demócratas y republicanos por igual levantan muros, así sean físicos, legales, políticos o hasta morales. Y nada más.
O acaso, se refuerza con premios y castigos. Como insistir, del diente y hasta donde aguante, en el discurso democrático, mientras no amenace el control sobre la servicial élite chapina ni altere el quietismo religioso. Y siempre que no se cuele la plata criminal ni se agrave la migración. Y cuando hay riesgo, se abandonan sin contemplaciones democracia, premios y hasta castigos, con todo y los socios que los creyeron.
Desde la perspectiva del Norte la receta ha funcionado por bastante más de un siglo y mal harían en abandonarla. Pero corren otros tiempos, que plantean tanto oportunidades como riesgos.
Más allá de la histórica división entre halcones y palomas que debaten la agresividad de la política exterior sin alinearse estrictamente con los partidos políticos mayoritarios, hoy los EE. UU. muestran una dramática polarización entre demócratas, que aún operan como un partido tradicional basado en acuerdos, y republicanos, reducidos a ser el brazo electoral de un culto radical y retrógrado. Y con tal de ganar las partidas dentro de su propio país los segundos están dispuestos —lo demostró Trump y siguen mostrando sus alcahuetes– a romper los consensos en política exterior, aunque dañe su propia imagen y liderazgo internacional.
La élite guatemalteca reconoció esa cisura y, fiel a su lógica del mínimo esfuerzo, se dejó arrastrar por sus consecuencias. Apostó por los republicanos y la apuesta salió muy bien: se libró de la Cicig. Hoy su estrella internacional esté a la baja porque Trump perdió la Casa Blanca, pero sabe que eso podría cambiar: lo único que necesita es aguantar. Y seguir haciendo negocios. La izquierda en Guatemala (por llamar de alguna forma al desordenado conjunto de políticos progresistas, organizaciones de derechos humanos y promotores de justicia) lo tiene menos claro, tanto por la división interna del partido demócrata como por falta de asidero económico, pero igual hace apuestas con un bando.
En la vecindad, Bukele insinúa otro camino. Aunque se puede apostar por uno de los bandos en los EE. UU. —lo único que alcanzan a imaginar los líderes chapines— el egócrata salvadoreño prefiere apostar a cuenta propia en el espacio entre ellos (no digamos ya entre los EE. UU. y China). En el inestable espacio entre elefantes enzarzados en la batalla, el ratón puede encontrar migas para crecer y engordar, siempre que no termine aplastado. Es perfecto para quien en principio solo se interesa por sí mismo. Pero algo habría qué aprender.
Ilustración: Simetría (2023, foto propia)