Hace unas semanas comenté sobre el parasitismo entre humanos. Sugerí que podemos caracterizar así algunas relaciones humanas.
En particular, es un modelo útil al considerar las relaciones entre élites y sociedad, pues coinciden de múltiples formas con las estrategias de depredación mesurada y sostenida de otras especies parasitarias.
A lo alto y ancho del árbol de la vida reconocemos una «carrera armamentista», donde presas y depredadores compiten para superarse mutuamente. A una leona poderosa, una cebra que patea más duro. A un chita veloz, una gacela más ágil. Y luego leones aún más poderosos y chitas más veloces. Quizá sea igual en el parasitismo entre humanos: a una élite más voraz, una sociedad más rebelde.
Pero hay otro asunto por resolver primero: ¿cómo consigue establecerse el parasitismo entre humanos? Podríamos pensar ingenuamente que la estructura de clases y su despojo es un rasgo humano «natural», así como las especies eusociales de abejas dividen el trabajo entre reinas y obreras. Pero tal equivalencia pasa por alto que, en la colmena, tanto la reina como la obrera están atrapadas en sus roles: no son papeles intercambiables y mucho menos voluntarios.
Lo que abre la puerta para el parasitismo entre clases sociales —más bien lo que permite el parasitismo que constituye las clases sociales— es la cualidad que tenemos de confiar en otros humanos aunque no sean parientes cercanos. La ciencia en las últimas décadas ha examinado la confianza como rasgo humano desde la perspectiva política y económica, sociológica, psicológica y, en última instancia, biológica. Fukuyama anotó la relación entre capital social —densas redes de relaciones preexistentes— y la confianza que facilita construir una economía próspera, pues las conductas se generalizan y las transacciones se abaratan.
Los sociólogos diferencian la confianza como favoritismo dentro del mismo grupo de la confianza generalizada. El favoritismo dentro del grupo es la aplicación de estereotipos que simplifican la decisión de confiar entre personas que se consideran miembros del mismo grupo. La confianza generalizada es la que ejercitamos en sociedades de masas donde a diario debemos tratar con sistemas operados por personas que no nos son en absoluto familiares.
En ambos casos se trata de algo inherente al diseño de nuestro cerebro: heredamos la capacidad de leer en las conductas de otros su intención prosocial. Y esas conductas y su reconocimiento se agudizan entre quienes nos definimos como miembros de un mismo grupo. Lamentablemente, también en la discriminación hacia «otros» que no consideramos así.
La capacidad para confiar tiene base psicológica y biológica, pero el nivel en que se fija se construye en un contexto específico.
La confianza generalizada ha sido estudiada en el ámbito de los países (que por definición son sociedades masivas), con resultados muy diversos. Algunos, como China o Suecia, muestran niveles de confianza generalizada muy altos; otros, como Uganda o (adivine) Guatemala, los tienen muy bajos. De nuevo, la capacidad para confiar tiene base psicológica y biológica, pero el nivel en que se fija se construye en un contexto específico y vinculado a experiencias tempranas. Individualmente, quienes antes de los 2 años de edad experimentan traición a su confianza por los adultos a su alrededor (por maltrato o abuso, por ejemplo) tienden a tener dificultad para construir relaciones de confianza más adelante. Más al caso aquí, los referentes de la conducta prosocial y su reconocimiento se forman en el hogar, la sociedad y la escuela. Ninguno de ellos, en particular la escuela, son neutrales: pueden definir a cualquier grupo como referente, e igualmente pueden socializarnos para una confianza generalizada alta o baja.
Y así volvemos al parasitismo. La maravillosa capacidad que permite reunirnos con millares de desconocidos para celebrar un mundial o para creer en el valor del dinero es la misma que en casa y escuela es usada para convencernos de que con nuestros compañeros de élite tenemos derecho a despojar a otros de sus recursos. Peor aún, esa misma capacidad puede ser colonizada en los medios, la escuela y la iglesia para persuadirnos de que ese despojo es inevitable. Y para aprender a desconfiar del otro.
En plantearnos la necesidad de un futuro mejor para nuestra sociedad no basta con creer que el diseño institucional y de políticas lo resolverá todo. Hay al menos tres tareas necesarias además de la urgencia de reconocer el parasitismo existente. Primero, debemos desarticular los mecanismos —las prácticas depredadoras y también de socialización que las justifican desde el púlpito, el salón de clases y la prensa—; segundo, diseñar los instrumentos —políticas, instituciones, presupuestos— de una sociedad más justa; y tercero, concretar una nueva socialización para el bien común desde la comunidad, en la escuela y en los medios.
Ilustración: Trabajo duro (foto propia, 2020)
Original en Plaza Pública