Hace dos semanas escribí un primer comentario acerca de la Declaración de Los Ángeles sobre Migración y Protección. Terminaba reflexionando sobre la lógica que subyace al texto cuando dice que «la migración debería ser una elección voluntaria e informada, y no una necesidad».
Sin detenernos en el problema del libre albedrío —hay evidencia neurocientífica de que primero actuamos y solo después la conciencia descubre por qué—, en cuanto a las percepciones que resultan relevantes al hablar de movilidad humana podemos afirmar que quien migra siempre decide. Nomás varían los niveles percibidos de amenaza en el origen y de riesgo en el trayecto y destino.
No me malentienda. Evidentemente es distinta la libertad disponible a cada persona. La decisión de migrar a los EE. UU. no fue igual para los padres de Kámala Harris, ambos con educación superior y de familias de clase media, que para un joven pobre en Tegucigalpa, escasamente educado y amenazado de muerte por no sumarse a una mara. Pero experimentan lo mismo — un momento en que deciden: «me voy».
Por ello no tiene sentido afirmar que la migración debería ser voluntaria e informada, más que necesaria: la migración siempre es voluntaria e informada. Salvo los bebés traficados sin conciencia propia, las personas solo migran cuando lo consideran necesario. Lo demás es cuestión de grado: la cantidad de información disponible para decidir, el umbral de tolerancia a las condiciones del lugar de origen (por eso la USAID invierte en oportunidades de trabajo rural en Guatemala) o el riesgo percibido al tránsito y llegada (por ejemplo, según la severidad con que las leyes y la Agencia Estadounidense de Inmigración y Control de Aduanas1 criminalizan a los migrantes indocumentados).
Y es aquí donde hago la diferencia entre las buenas intenciones del Acuerdo de Los Ángeles y las necesidades de los migrantes. El Acuerdo marca una gran mejora al apartarse de la visión represiva que ve a los migrantes como criminales que violan leyes y amenazan a la gente de bien2 y reconocer que producen más ventajas que pérdidas a quienes los reciben. Y admite que muchas veces son víctimas dignas de protección.
Sin embargo, el Acuerdo solo reconoce a los migrantes como sujetos. Sus resoluciones son para actuar sobre ellos, siempre para hacerles algo: estabilizar y asistirlos, proveerles vías de tránsito y protección, gestionar sus flujos, atenderlos en emergencias, reducir su irregularidad. Ignora que, tanto como los ciudadanos en los países de los que proceden, a los que se dirigen y por los que transitan, los migrantes son también actores y agentes. Conspicuamente ausentes quedan en el Acuerdo la decisión y la acción de los propios migrantes.
Salvo en la intención de involucrar organizaciones de la sociedad civil —quizá, porque tampoco eso es igual que hablar con las y los migrantes— en la mesa no hay silla para quien migra. Los Estados deciden y los Estados hacen. Aunque en positivo y con buena intención, es la imagen espejo de la invitación a subirse al camión para ser traficados a media noche en la frontera: para los migrantes el asunto se reduce a un trato de tómelo o déjelo.
Tanto como los ciudadanos en los países de los que proceden, a los que se dirigen y por los que transitan, los migrantes son también actores y agentes.
El problema con ese abordaje es que es tan anticuado como insuficiente. Los migrantes, particularmente en tiempos de migración masiva, ante la presión del desplazamiento por el cambio climático y al desdibujarse la soberanía del Estado nación, no son simplemente derramados de un Estado que no los atiende y absorbidos por otro al que le sobran. Los migrantes son una población con características y dinámica propias, que prefiguran la necesidad de repensar asuntos tan importantes como las formas de documentar la identidad personal; elegir representantes políticos; ejercer, compensar y regular la relación entre trabajo, tierra y riqueza; y de garantizar la soberanía de la gente, más que del Estado.
Estos asuntos incomodan a los tradicionales Estados westfalianos, construidos para ponernos a todos en convenientes envases territoriales con fronteras infranqueables. Tanto, que judíos y gitanos en Europa tienen casi cuatro siglos de ser perseguidos por no caber en ese corsé. Pero la migración, que no cesa sino más bien crece, exige ejercitar aquello que los humanos hacemos tan bien: descreer las estructuras que en el pasado parecían irrompibles, imaginar futuros distintos y hacerlos realidad al ponerlos juntos en práctica.
Ilustración: Geografías (2018, foto propia)
1 ICE, por sus siglas en inglés.
2 Dice la misión de ICE que su mandato es «proteger a los EE. UU. del crimen transfronterizo y la migración ilegal que amenazan la seguridad nacional y la seguridad pública». (Traducción y destacado propios). Asume que el chico perseguido por la mara es una amenaza a la seguridad del Estado más poderoso del mundo y de su ciudadanía.