Tras migrar a Guatemala, pasó mi madre una década sin volver a ver a su hermana. Mis hijos viven en distintos países de dos continentes y sin embargo consigo verlos con regularidad.
Podríamos atribuir el contraste a un eficiente sistema global de aerolíneas, pero eso apenas rasca la superficie del asunto. Tengo una vida de privilegio, con ingresos suficientes —aún el vuelo más barato es más de lo que puede pagar muchísima gente—, el tiempo para viajar y la documentación para atravesar las fronteras sin dificultad.
Así que por definición cualquier reto que enfrento es problema de primer mundo. Pero, como ilustra Jay Gatsby en la novela homónima, también aprendemos de las penas de los ricos.
Con mi edad estoy entre quienes vimos el globo de PanAm pintado en la cola de los aviones y que de pequeños recibimos al subir a la aeronave un pin con alas. Vi cubiertos de acero, saleros de cerámica y manteles de tela en la bandeja en que servían salmón, ensalada de endivia y una copa de vino. Los asientos de la cola tenían cojines mullidos y espacio para estirar las piernas. Hasta en clase turista podíamos ser parte del jet set.
Hoy un vuelo comercial es muy distinto. Como con la proverbial rana en el agua que hierve, paulatinamente los ejecutivos han dictado «mejoras»: primero fue la sal en sobrecito de papel, luego despareció por completo. Los cubiertos se tornaron de plástico (para evitar que secuestraran el avión con el cuchillo, dijeron tras el 11 de septiembre). Desaparecieron las almohadas y se redujo la distancia entre asientos. Han quitado por completo la comida y solo quedan bebidas sin alcohol. Y la idea genial: al reducir el relleno de los respaldos hasta casi desaparecer pueden apretar aún más las hileras de asientos.
Con generosidad diríamos que esos ahorros dejan acceder a boletos baratos. Pero no alcanza la explicación. Tecnología y globalización redujeron los costos en otros procesos y aumentaron el número de vuelos llenos.
Aquí pasa algo más siniestro. Mientras la clase turista se aprieta y hace más austera, la comodidad de la primera clase crece. Antes envidiábamos un asiento algo más ancho que el nuestro. Hoy hay televisores de 20 pulgadas, camas completas y audífonos de alta fidelidad. Muros de privacidad vuelven cada asiento en un apartamento volador que ocupa el espacio de 6 pasajeros de clase turista. Es como si la aerolínea no quisiera solo abaratar los vuelos, sino sobre todo recordarnos que la vida es para sufrir, aunque sea de vanidad.
El asunto es notorio en las aerolíneas porque sus costos son altos y sus márgenes de ganancia pequeños. Pero es un asunto más amplio, cuya raíz está en el lejano 1970, cuando Friedman tuvo la ocurrencia de que la (única) responsabilidad social de los gerentes es maximizar las ganancias de los socios de la empresa. Mientras para Juan Trippe, fundador de PanAm, el negocio era volar —empezó en Wall Street pero se aburrió— los gerentes de aerolínea hoy solo hacen dinero y nada más. Y lo mismo en salud, universidades, informática y casi cualquier otra industria.
El mal servicio cumple otra función: encuentra a la gente dispuesta a pagar por evitar la incomodidad.
Así, en las aerolíneas, si por llevarnos del punto A al punto B gastan menos dinero, lo están haciendo bien. Si en la cena no dan comida, ahorran. Si el sillón no es asiento, ahorran. Si meten 2 donde antes iba 1, ahorran. La clave es dar menos en nombre de lo mismo. Y si pueden, nada por lo mismo, o por más.
Pero el mal servicio cumple otra función, explicada hace rato por Tim Harford en The Undercover Economist: encuentra a la gente dispuesta a pagar por evitar la incomodidad. El gerente debe obligar a quien tenga dinero a entregarlo. Un pasajero incómodo pagará para reducir su malestar, si tiene con qué. Y los que más tienen pagarán mucho más.
A pesar del lenguaje (¡misión, visión, reingeniería…!), los administradores de empresas son capataces a quienes el capitalismo financiero encarga la tarea de convertir todo en una máquina de exprimir dinero por las buenas, cobrando por bienes y servicios que, como los asientos del avión, cada vez tienen menos sustancia; o por las malas, provocando suficiente incomodidad para que se pague por evitarla.
Por supuesto, la otra cara de la moneda es que quien no pueda o no quiera desembuchar tendrá que aguantar cada vez más incomodidad. Por eso crece la indignidad, aún como problema de primer mundo. Es la sanción universal por no consumir, es el castigo por no tener dinero.
Ilustración: Por las buenas o por las mala (2021, foto propia)