Los eventos de la semana pasada en los Estados Unidos no son poca cosa. En el país que por 2 siglos se vio a sí misma como la «ciudad brillante asentada sobre un monte», una turba violenta atropelló en Washington el Capitolio, el espacio más sagrado de la democracia del norte.
Ir a descargarEs fácil sentir schadenfreude —ese concepto alemán tan compacto, que pega alegría propia con desgracia ajena— al ver los destrozos de las hordas de seguidores de Trump. En nombre de la democracia los Estados Unidos ha hecho daño a tantas democracias, Guatemala incluida. Y hoy la canalla violentaba al Capitolio mismo, cargando con atriles, subiendo los pies sobre los escritorios de los legisladores y hasta ondeando la pérfida bandera esclavista de la Confederación.
Pero basta recordar la última vez que los Estados Unidos sufrió una crisis de gran magnitud para entender que los efectos del descalabro no terminan en el Río Grande. Más por la respuesta del Estado norteamericano que por la acción de quienes lo agredieron, los ataques del 9/11, asunto de mera seguridad interna, desataron dos guerras interminables en Asia, cambiaron para siempre y para todos lo que significa viajar en avión y convirtieron la seguridad de fronteras en asunto de conflicto antes que de tráfico de beneficio mutuo. Eso por citar apenas algunas consecuencias.
Los efectos de los eventos de ahora también nos alcanzarán, no lo dude. Mientras se hacen aparentes empecemos con lo que ya es obvio. La lección que deja lo que sucedió el 6 de enero es que tanto líderes como ciudadanos de los Estados Unidos habían olvidado que la democracia no es natural. Dos siglos de recambio electoral regular dieron una estabilidad envidiable, pero crearon la impresión de que la democracia fundada por Washington, Hamilton, Franklin y los demás signatarios de su Constitución era perpetua y automática.
Pero resulta que no basta con lo que dicen una Constitución y sus leyes regulares, ni siquiera en los Estados Unidos. Más que código, la democracia es práctica: administración pública, liderazgo, educación, policía y, sobre todo, cultura política, renovadas cada día para que la gente siga creyendo en aquella y comportándose en consecuencia.
Usted podría decir, con Harari, Geertz o Goffman, que las instituciones sociales y económicas no son sino las historias que creemos juntos. De modo que la democracia no sería distinta de cualquier otra realidad social, para renovarse cada día en la cabeza y la conducta de los ciudadanos.
Sin embargo, es aquí que importa mucho entender cuán contra natura es la democracia. Porque entre humanos es relativamente fácil establecer un orden social predicado sobre la supremacía de uno o pocos que alegan derecho natural, si no es que divino; mantener ese orden a base de prebendas a los propios y violencia a los ajenos; y depredar al conjunto para beneficio de los pocos. Esto apenas nos confirma como miembros del clado con chimpancés, gorilas y otros hominoides.
La democracia hace violencia a nuestra psicología, nuestra conducta social y hasta a las leyes de la física.
En contraste, la democracia hace violencia a nuestra psicología, nuestra conducta social y hasta a las leyes de la física. Exige al líder entregar el poder aunque le esté yendo bien, requiere que todos por igual nos sujetemos a normas externas, aunque no sean nuestras, obliga a que la riqueza se disipe entre todos los miembros de un grupo humano, no que se concentre en su élite. Trate de convencer a una tropa de chimpancés de portarse así, diría Harari.
Y vale la pena: los resultados de la democracia, en productividad y sobre todo en bienestar, son espectaculares para quienes la adoptan. Pero es difícil. Por eso pasaron más de dos milenios entre que la ensayaran los griegos y que alguien volviera a pensar en Europa que podría funcionar. Y su contrario es la eficacia entrópica de Trump: bastó abandonar su responsabilidad personal, bastó no dar mantenimiento por cuatro años para poner en jaque 2 siglos de construcción política.
Lo terrible es que, por lo mismo, no será suficiente quitar a Trump y procurar una «nueva normalidad», como temo que quizá busque el gobierno de Biden. Recuperar la democracia de los EEUU exigirá un conjunto duro y difícil de acciones que no salen naturales a los humanos, acciones que deben hacerse todos los días y para siempre. No asumirlo como indispensable podría ser la consecuencia que más gravemente nos alcance a todos. Incluso en la elitista Guatemala, que tanto beneficio saca de vivir en un vecindario democrático.
Ilustración: Enredadera (2020, imagen propia).