Se rompe el hechizo

El Estado organiza el poder en la sociedad. Al menos, eso dice la teoría.

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En toda agrupación humana algunos tienen derecho o capacidad de mandar a los demás. Y el resto está obligado a hacer caso.

En la familia los papás tienen inicialmente más experiencia y conocimiento que sus hijos y son considerablemente más corpulentos que ellos. Esto basta para afirmar su autoridad y legitimar su poder, incluso para toda la vida. Aunque a veces los hijos se hacen demasiado grandes o demasiado informados y cuestionan la propaganda del «honrarás a padre y madre».

A escala mayor el asunto es parecido. Pero la preexistencia, que en la familia es ventaja natural (los padres obviamente anteceden a los hijos), aquí debe inventarse a través de las instituciones. En sociedad el que manda, sea rey o presidente, legitima su autoridad apelando a algo que dice antecederlo:  herencia o Constitución, por ejemplo. Y el que obedece es obligado por esa misma entidad preexistente. Llamamos Estado al conjunto de tales razones precedentes. Pero en el fondo es pura magia verbal que esconde algo mucho más actual: la amenaza de la violencia. Si no haces caso a la dignidad paterna —hoy— te daré una nalgada ahora. Si no haces caso a la ley —hoy— te pondré en la cárcel ahora. O peor.

Es una magia eficaz porque opera sobre lo más profundo de nuestras estructuras mentales —cotidianamente reinterpretamos nuestro pasado biográfico para mantener la continuidad de nuestra identidad actual. Y los humanos tenemos milenios usándola para organizarnos en civilizaciones. Los caldeos de Ur, los egipcios antiguos y los soviéticos de la Guerra Fría por igual disfrazaron el poder presente en historias de pasados que lo justifican. Son las constantes de la psicología humana las que explican por qué tras 5 siglos Maquiavelo sigue teniendo validez. 

Sin embargo las vidas experimentadas por un caldeo, un egipcio o un ciudadano soviético fueron todas muy distintas. Y se diferencian radicalmente de la experiencia nuestra. Entender el cómo del poder no es explicar su para qué, igual que describir la paleta del pintor dice muy poco acerca de los cuadros que pinta.

Vale insistir: el poder tiene una mecánica, una ingeniería que explica cómo se consigue y cómo se concentra. Pero tiene también una estética, que aclara cómo se aplica y cómo se justifica. Juntas son más eficaces mientras más coherentes resulten. Piense en una computadora Mac. Lo que Steve Jobs logró tan bien fue hacer coincidir la mecánica del ordenador (pantalla, teclado, memoria, programas, etcétera) con su estética (proporciones, colores y significado, por ejemplo). Al punto que quien lo usa olvida la máquina y solo experimenta su propia intención. Pero en el fondo solo puede hacer aquello que el tecnólogo le permite.

Hoy experimentamos, como pocas veces, el desconectar de la estética del poder con respecto a su mecánica.

Este periplo histórico-mecánico-estético puede parecer marginal a nuestras preocupaciones cotidianas, pero es fundamental porque hoy experimentamos, como pocas veces, el desconectar de la estética del poder respecto a su mecánica: la práctica del mando se aparta casi completamente de las razones siempre dadas para mandar y con ello subraya un hecho extraordinario: la magia es solo magia y nuestra realidad está mucho más abierta a la imaginación de lo que solemos pensar en tiempos usuales.

Han sobrado tres meses para mostrar que lo que teníamos por cierto y fijo —horarios y lugares de trabajo, economía y autoridad, fronteras e identidad— comience a desdibujarse. El empleo posindustrial y la globalización cuidadosamente inventadas en los últimos 40 años tropiezan. La autoridad económica incuestionable de Wall Street demuestra ser una quimera: resulta que son los carteros, dependientes de tienda y personal de enfermería —no los banqueros y gerentes— los auténticos indispensables.

Por eso el poder económico y el poder político nos urgen a regresar a su normalidad. Lo más seguro es que tendrán bastante éxito: la mayoría de gente volverá a creer en el mágico origen del poder de banqueros y gerentes en un régimen neoliberal. Pero la pandemia partió el velo y deja entrever otras opciones. En medio de una realidad rígida —unos mandan y otros obedecen— se cuela la imaginación y nos hace pensar en otras formas de existir, nos permite quizá aspirar a algo mejor. Para bien o para mal, Ur, Egipto, la Unión Soviética…, todos terminaron.

Ilustración: Florero con rosas (1890), de Vincent Van Gogh.

Original en Plaza Pública

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