El poder en los tiempos del virus

Por la ruta de la seda, la muerte negra viajó desde Asia hasta los confines de Europa. Alcanzando su máximo entre 1347 y 1351, se estima que acabó con la mitad de la población europea.

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La plaga, causada quizá por Yersinia pestis, que ni de esto estamos seguros, fue tan mortífera que se autolimitó. Tras un par de siglos no quedaba a quién infectar: todos los susceptibles habían muerto.

A partir de 1817 cinco olas extendieron el cólera por todo el mundo durante el siglo XIX. Solo amainó cuando suficientes ciudades adoptaron medidas efectivas de saneamiento. La teoría de los gérmenes, el aislamiento del agente causal y la comprensión de su transmisión y patogénesis permitieron controlarlo antes de terminar el siglo. Aún así muchos recordamos su resurgimiento latinoamericano en la década de 1990. Nuestra defectuosa sanidad le da refugio persistente.

En la década de 1980 estalló el VIH/SIDA como fenómeno epidemiológico y mediático. El caso más antiguo documentado es de 1959. Ya circulaba en África desde temprano en el siglo XX, pero su diseminación extensa en la población gay y su transmisión sexual conspiraron para darle notoriedad. Sin embargo, para 1983 ya se había aislado el agente causal, 1985 vio comercializarse la primera prueba diagnóstica y en 1987 se aprobó la AZT como primer tratamiento. En la década de 2010 conocimos los primeros casos de personas que funcionalmente no experimentan las consecuencias de la enfermedad.

Hoy nos alcanza una nueva pandemia. La invasión de territorios previamente silvestres y la proximidad con otras especies, poblaciones masivas, urbanización densa y comunicaciones globales hacen que las pandemias sean una constante de la vida civilizada, no la excepción. Aún así la historia contada es una historia de éxito construida sobre ciencia y buen gobierno: la peste acabó con la mitad de la población, pero entendimos el HIV en menos de una década y lo controlamos en poco más de tres.

Hoy se ciernen nuevos retos. La experiencia china —acción taxativa en un entorno autoritario— contrasta con la vacilación de las democracias europeas, más aún con la torpeza de la Casa Blanca. En el pasado también hubo diferencias locales en calidad de respuesta. Al final del siglo XIX el liberalismo a ultranza de Hamburgo le dió el dudoso honor de experimentar la última epidemia de cólera en Europa. Una generación anterior había introducido agua entubada domiciliar, pero el gobierno durante la epidemia se negó a clorarla aduciendo que la desinfección era asunto de cada hogar. Terminaron distribuyendo agua con cólera a toda la ciudad.

Manejar una epidemia requiere instrucciones veraces que la ciudadanía crea y siga. Exige líderes ecuánimes, que usan la mejor ciencia y gestionan a tiempo el financiamiento y acciones necesarias.

Ahora la escala introduce diferencias cualitativas, no solo de grado. En las redes sociales, la gestión gubernamental china de la propaganda se ha trocado por gestión anticipada de información: el ciudadano no sabe lo que no sabe, no puede siquiera saber cuando falta o sobra información. En Occidente los rumores de siempre se han transfigurado en fábricas de fake news: cualquiera dice cualquier cosa acerca de cualquier cuestión y llega a todo mundo con solo correr sus pulgares sobre la pantalla del celular. Y cobra por ello.

Bajo todo esto hay una asunto incontestado. La propiedad oligopólica de las plataformas de las redes sociales, validada en un neoliberalismo radical, significa que no existen mecanismos de gobernanza democrática para liberalizar la información en entornos autoritarios, pero tampoco para regularla en ambientes liberales. Los ciudadanos no podemos ver dentro de esas empresas y tampoco lo hacen los gobiernos. Menos aún podemos ponerle cotos oportunos.

A eso se agrega el deterioro en las prácticas democráticas, tanto ciudadanas como de líderes. Manejar una epidemia requiere instrucciones veraces que la ciudadanía crea y siga. Exige líderes ecuánimes, que usan la mejor ciencia y gestionan a tiempo el financiamiento y acciones necesarias. Lo ilustra para bien la transformación del discurso de Alejandro Giammattei: en vez de hacer recomendaciones de ir a la playa, alguien logró convencerlo de explicar con detalle la enfermedad y su prevención. Sin embargo, el negacionismo de gente como Trump, Bolsonaro u Ortega, el favor popular dado a líderes caudillistas, la truculencia del discurso político que sataniza a grupos humanos específicos y el rechazo a la intervención colectiva dificultan diseminar propuestas racionales, desatan pánico e imposibilitan la intervención gubernamental.

En más o menos tiempo —según la calidad de la respuesta— esta pandemia pasará. Sus efectos sobre la economía se alargarán más. Pero ella ha desnudado para siempre las fragilidades de la democracia mediática en que vivimos y los riesgos de un mercado que no rinde cuentas a nadie.

Ilustración: El murciélago (1886), de Vincent Van Gogh.

Original en Plaza Pública

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