Campesinas, alcaldes indígenas, normalistas, mareros, ¿qué diablos quieren?
El problema es que la ciudadanía está mal definida, y no todos cabemos en ella. Guatemala ha sido segmentada en auténticas castas: ciudadanos de primera, de segunda, e infelices “otros”. Mientras los pocos son bien servidos, los muchos no tienen protección ni consuelo, aunque tengan DPI.
El sustrato racista de esta división viene de la Colonia, pero sus formas modernas son de la Reforma Liberal de 1871. Entre 1944 y 1954, los democratizadores de la Revolución de Octubre le metieron un susto a la élite, y tocó hacer ajustes al viejo modelo liberal. Ejemplar fue la tolerancia al IGSS. Aunque obra de la Revolución se le conservó, pues compraba cancha con sindicatos y maestros. Su alcance mínimo y nunca expandido demostró que era un favor para algunos, más que reconocimiento del derecho más amplio. A la vez, se apretaron los tornillos que hicieron al Estado más duro.
Para entender lo que construyeron los Liberacionistas tras el 54, imaginemos al Estado como poner la vejiga de una pelota de fútbol en una olla de presión, cerrarla firmemente y darle fuego. Como coraza, la olla es el Estado, la vejiga es la población, el fuego las necesidades. Con la coraza intacta nunca nos enteraremos que la vejiga está adentro, por más que la presión aumente. Sin embargo, cuando se raja, el globo comienza a salir por las grietas.
Los 36 años de guerra mostraron nuevas fisuras, que los Acuerdos de Paz documentaron. El incómodo pueblo insistía en salir. La oligarquía, taxativa al tocarse sus intereses (¿por qué cree que les tocó a un Arzú o un Berger figurar tan prominentemente en los gobiernos de la paz?), se ha tomado los últimos 16 años para soldar las grietas, una por una.
Por ejemplo, Arzú se impuso atender grietas muy visibles, aquietar la masa ampliando la cobertura en educación y salud. El problema fue que se quiso hacer igual que la cooptación del IGSS: callando a un grupo en particular. Faltó imaginación para reconocer la diferencia en escala y complejidad: ¡los pobres estaban en todas partes! Para 1996 sus necesidades eran diversas y sus voces múltiples. La imaginación “cosecha 54” no dio para hacer una nueva ronda de concesiones efectivas, mucho menos para democratizar.
Quien sí lo entendió diez años más tarde (¡oh Satán, apártate!), fue Sandra Torres. En el ocaso de la campaña del 2007 se monta en el caballito de Mi Familia Progresa, mitad democracia, mitad clientelismo, mete cuñas en la pobreza rural y hace visible la vejiga. En el estrecho imaginario elitista esto no cabía. Más tardó ella en creerse Evita, que el complejo mediático-oligárquico en soliviantar a la clase media urbana para regresarla a su lugar de ignominia. Se repite la tragedia del 54, con actores mucho menos dignos.
El problema es que ahora la oligarquía, con su mandatario a regañadientes, no sabe cómo cooptar la receta. Los Liberacionistas transaron con obreros y maestros porque al menos eran pocos, urbanos, empleados, hasta más blanquitos, y tenían algo que perder. Hoy los más pobres no hacen caso –¿por qué habrían?– y encima les dan asco, peor cuando son indígenas. El profundo racismo de la élite y la clase media que le sirve, no da para lidiar con los pobres de hoy. Campesinas, alcaldes indígenas, normalistas, mareros, ¿qué diablos quieren? Entonces, no queda más que insistir: cerrar las grietas, remachar, consolidar la coraza. Y salen el autoritarismo, la criminalización de la protesta, el asistencialismo punitivo, los “valores tradicionales”.
Mientras tanto, la presión adentro sigue subiendo y se hace atractiva a los marrulleros. Quien raje la coraza, especulan, bien podrá aprovechar lo que salga. Baldizón predicó su campaña sobre esto: ofrecer, no importa cuán descabellada la oferta, para cosechar la presión popular.
Entonces, desterremos la idea de que el Estado guatemalteco es frágil –ya quisiéramos que lo fuera. Es perverso y persistente, aunque con grietas. Aquí no es solo el destino de los pobres el que hay que cambiar. Es la élite, amiga predilecta de agregados comerciales, patrocinadora de alianzas público-privadas, la que en 60 años no ha flexibilizado su imaginación política. A los pobres les faltará comida y educación. Pero a la oligarquía le falta imaginación para ver que su prosperidad también cabría en una patria menos desigual. No le faltan recursos, pero tropieza en el fino arte de pensar un país distinto. Y se afana en remendar la coraza.
Original en Plaza Pública.