Nuestra apuesta humana es muy distinta: lo que hacemos tan bien, la fuente de nuestro inmenso poder, es nuestra capacidad de adaptación.
Uno de los rasgos característicos del ser humano es la marcha en dos pies. ¿Qué tanto importa?
Los paleontólogos, los psicólogos evolucionistas y los estudiosos de la historia profunda están de acuerdo. Aunque con explicaciones distintas, todos dan importancia a la bipedestación.
Andar en las patas traseras cambió la vida y destino de los homínidos desde que Lucy —la Australopitecus afarensis— y sus antecesores lo comenzaron a hacer en el África antigua. Pararse convierte longitud en altura. El tronco que era puente se convirtió en pilar y nos dejó ver más lejos.
Ese cambio en la orientación del cuerpo fue apenas el principio. Otear a más distancia tornó la vista en nuestro sentido clave. Los sujetos que veían mejor ganaron ventaja evolutiva. A la vez dejó de ser tan importante el olfato. Este rey de los sentidos en otros seres, desde hormigas hasta elefantes, cuenta poco cuando la nariz ya no queda al ras del suelo, allí donde se depositan los efluvios que causan tanto fragancia como hedor. Toda ganancia tiene costo.
La apuesta homínida no fue solo sustituir sentidos. Cambió nuestra forma de interactuar con el mundo. La bipedestación nos dio manos. Ya los dinosaurios las habían ensayado. Quizá no les alcanzó el tiempo por el meteorito y luego las sustituyeron con alas. Nosotros en cambio nos hicimos maestros en manipular. Aprendimos a lanzar objetos. Salvo algunos escarabajos, peces o los camélidos que escupen, nadie nos gana cuando usamos nuestras extremidades anteriores para arrojar objetos con fuerza y precisión mortífera. A nuestro brazo lanzador le sobraron piedras y lanzas para acabar con gliptodontes, mamuts y gonfotéridos. Y nos los comimos a todos. Y con su proteína y con su grasa fabricamos cerebros enormes.
Hay quien sugiere que la cosa fue más lejos: la mano no solo lanza objetos sino también conceptos. Pudiendo señalar y con cerebros grandes dimos significado a nuestros gruñidos. Este, ese y aquel cobraron sentido al poder indicar con el dedo a cuál nos referíamos.
Nuestra apuesta sin duda funcionó: de vivir en algunos valles en África hoy la Tierra entera es nuestra. Nos lanzamos a poblar la Luna, el espacio y los planetas. Todas las especies —hasta los más letales microbios— nos terminan sujetas. Pero, si con esto vino la oportunidad, también llegó el reto. Porque solo la arrogancia haría decir que somos más exitosos que los reptiles, por ejemplo. Con 310 millones de años de existencia, superan casi 90 veces los escasos 3.5 millones de años que llevamos sobre la Tierra, incluyendo la estirpe extinta de nuestros antepasados inmediatos, los australopitecos.
La apuesta reptiliana, como la de la mayoría de la naturaleza, es conservadora. «Hijo mío, haz lo mismo que yo, cambia poco, confía en el instinto y sobrevivirás». Y sí, somos animales y nos construímos con las mismas piezas que los dinosaurios. «Mantén la nariz pegada al suelo, no lances cosas, no hables», podríamos agregar con malicia. Hasta que cae el meteorito.
Pero nuestra apuesta humana es muy distinta: lo que hacemos tan bien, la fuente de nuestro inmenso poder, es nuestra capacidad de adaptación rápida. Y para adaptarse es indispensable la flexibilidad, estar abiertos al cambio, a la variedad. Unos pocos miles de años sobran para pasar de cuevas a chozas, de chozas a palacios, de palacios a rascacielos. De cazadores a agricultores, de agricultores a escribas, de escribas a licenciados. De animistas a panteistas, de panteístas a monoteístas, de monoteístas a escépticos, siempre lo nuestro ha sido ensayar, retar, adaptar, modificar e inventar algo que nos sirve mejor cuando el mundo cambia. Y cambia cada vez más y cambia cada vez más rápido porque nosotros lo estamos cambiando.
Porque somos animales el conservadurismo se nos hace profundamente natural. Está metido en lo más reptiliano de nuestro cerebro, en la mente del cuadrúpedo que fuimos antes de pararnos. Pero porque somos humanos necesitamos superarlo. Hace tiempo que zarpó el barco del bípedo y ya nunca veremos las costas desde él.
El conservadurismo no nos sacará de la crisis del cambio climático. El conservadurismo no nos dará las herramientas para superar las enfermedades del siglo XXI. No nos dirá que hacer ante una población que insiste en migrar y multiplicarse. No nos dirá cómo dirimir la justicia en sociedades cada vez más complejas y diversas, cuando compartamos tiempo con robots. Si hemos de ser exitosos, sobrevivir y prosperar, tendremos que abrazar el cambio, la adaptación, la flexibilidad. Tendremos que abrazar nuestra humanidad.
Ilustración: Le Moulin de la Galette (1886), de Vincent Van Gogh