Salir de la injusticia con pies alados

Este héroe no apelará al linaje para explicar la obviedad de su triunfo; ni el color de su tez da razones tontas para justificar la necesidad de su logro.
Descomunal logro del marchista de la aldea Chiyuc, que se coló entre tres atletas chinos, que parecían destinados a llevarse el oro, la plata y el bronce.Un hijo de pueblo, que no se dio por enterado cuando dijeron que el triunfo no era para él.

Descaradamente me cuelgo de los pies alados de Erick Barrondo, cuando aún no se me pasa la alegría de ver al primer guatemalteco que gana una medalla olímpica, tras sesenta años de intentos, tras quince olimpiadas fallidas. Nadie podrá jamás quitar la victoria al atleta. Sin embargo es probable que el alegrón de multitud, que usted y yo sentimos, quede olvidado tan rápido como venga la siguiente crisis nacional. Por ello, urge aprender.

Lo obvio, y por obvio aquello que señala una verdad más profunda, es que el campeón no es un Arzú, ni un Novella ni un Gutiérrez. No es un Castillo ni un Botrán. Por supuesto, tampoco es un urbano y desahogado Alvarado (para su buena fortuna atlética, he de agregar). Aunque el nombre Barrondo pudiera pretender un origen en el país vasco, este héroe no necesita apelar al linaje para explicar la obviedad de su triunfo; ni el color de su tez o una supuesta pulcritud de la sangre dan razones tontas para justificar la necesidad de su logro.

Lo que Barrondo ha hecho, lo hizo Barrondo. Conspiraron su talento, su persistencia y la oportunidad de un buen entrenador, para conseguir la presea. Nada más. Y en esto radica la lección para todos nosotros. Para los que hoy nos emocionamos por un compatriota extraordinario, y para los que nos apuramos de manera oportunista a celebrarlo como un triunfo guatemalteco. Aprendan también los que se han empeñado en excluir de forma sistemática, persistente y necia a la mayoría en Guatemala de las oportunidades que llevan a ser todo lo que el talento ofrece, tan sólo por racismo y clasismo.

El talento, esa cualidad inefable que hace a algunos más diestros en una práctica cualquiera, o quizá más persistentes en ella, es ciego al abolengo y al nombre, al ingreso e incluso a la calidad moral. Buenos y malos, ricos y pobres, “notables” y humildes, entre todos hay personas que parecen desde el nacimiento haber sido tocadas por el dedo de un ángel: hay alguno al que le fluyen las palabras, otra que entiende los números intuitivamente, aquellos a los que la invención o el deporte les salen naturalmente.

Sin embargo, son otras cosas las que marcan la diferencia entre la promesa del talento y su justa realización. Hasta el mejor dotado no alcanzará el máximo si no se empeña y, sin oportunidades, ni el mayor esfuerzo cosecha los frutos del talento. Es por ello que una sociedad que no ofrece iguales oportunidades a todos sus miembros –salud, educación, alimentación, acceso a un entrenador o a un maestro de música, sin distingo de cuánto ganen o dónde vivan, del color de su piel o de su idioma– se arriesga a perder el beneficio de ese regalo natural, distribuido por parejo entre toda su población.

Más desafortunada aún es la vergonzosa situación de aquellos que, a partir del racismo y de trasnochadas ideas sobre la estirpe, deliberadamente excluyen de las oportunidades a sus congéneres, por razones tan tontas como el color de la tez. No solo dañan a otros, sino que se privan a sí mismos, deliberada y estúpidamente, del beneficio del talento ajeno.

Hoy que Erick Barrondo nos da razones para sentirnos orgullosos, no nos quedemos con el sentimentalismo almibarado (“podemos alcanzar cualquier cosa que nos propongamos”). Reconozcamos mejor que, al dar oportunidades de verdad a todos los guatemaltecos, podremos hacer del orgullo la regla, más que la excepción.

Original en Plaza Pública

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