De tanto no ver, de tanto no dejarnos ver, hemos aprendido a ser ciegos.
Un hombre mayor caminaba agachado, cargando una mochila llena. Sus sandalias hacían contraste con las losas de piedra verde y brillante que, en un arranque de embellecimiento preferencial, colocó la Municipalidad en algunas aceras de la Zona Viva. Junto a sus rasgos indígenas, me hicieron pensar que la mochila era la versión moderna y urbana del mecapal, nomás que con el peso sobre los hombros. La lentitud de su paso y el aspecto ajado de su piel hablaban de una vida de trabajo duro.
Al cruzar la calle noté una joven, también indígena, usando una pared como apoyo contra la fatiga y el aburrimiento. Un pequeño atril sostenía un cesto en que ofrecía una variedad de dulces, chicles y algunas otras chucherías. Doscientos quetzales habrían sobrado para cubrir el total de su pequeño inventario.
Un poco más adelante, un grupo de hombres reparaba la calle. El tamaño del esfuerzo era casi inverso al tamaño del obrero. Vi un joven ingeniero, erguido y de tez clara, que parado al margen supervisaba la operación. Vi un hombre moreno y corpulento, con casco y guantes, que hacía las veces de caporal, dando las instrucciones específicas a los obreros. Vi una cuadrilla que movía piedras, cemento y otros materiales, dos jóvenes y dos ya mayores. Los mayores se veían cansados. No solo pesarían los sacos de cemento, sino igualmente los años.
Me vi estorbado por una pareja de enamorados. Mutuamente embelesados, su burbuja de amor ocupaba toda la acera, o quizá lo hacía su caminar zigzagueante. Hay más de una razón para no ver, y estos dos se estaban gozando entera su ceguera.
En una esquina, un hombre daba los toques finales a la columna decorativa de un edificio nuevo. Colocaba una lámina de metal y plástico, que ocultaba la estructura de hierro basto con un acabado brillante y ultramoderno, remedando un artefacto espacial.
Llegué a la Avenida de la Reforma y esperé el semáforo. El tráfico denso fluía rápidamente, con lo que la prudencia pudo más que el ánimo de torear carros. Al cambiar la luz los peatones empezamos a cruzar. Un último piloto, en un BMW blanco, pasó de largo en rojo. Eso de las reglas no era para él tampoco. A decir verdad, no sé si sería hombre o mujer, pues sus vidrios eran oscuros. Ninguno de los peatones habíamos avanzado mayor cosa y el incidente pasó sin novedad.
Me dicen que no debo caminar en Guatemala, que en la zona 10 asaltan. Cuando vamos en carro, los vidrios van altos y el polarizado es profundo. Nos hemos convencido que es para que no nos vean el celular. Pero de tanto no ver, de tanto no dejarnos ver, hemos aprendido a ser ciegos. En esta tierra los brillos de la modernidad y nuestras cavilaciones ensimismadas descansan sobre el lomo de una gente anónima, cansada y pobre. Pero bastan apenas seis cuadras a pie para darnos cuenta que, si queremos llegar de “zona viva” a reforma, tendremos que abrir los ojos.