Dilema del prisionero

Traicionar o colaborar: este es el meollo del juego teórico del dilema del prisionero. La situación que plantea es sencilla. Dos miembros de una banda han sido capturados sin suficiente evidencia para condenarlos. La policía los detiene por separado y le ofrece a cada uno el mismo trato: si delata primero a su compañero, saldrá libre por colaborar, aunque el compañero recibirá la pena máxima. Por el contrario, si calla y su compañero lo delata, él mismo recibirá la pena máxima mientras el colega sale libre. Y si ambos callan, ninguno podrá ser procesado y ambos recibirán una pena mínima por un cargo menor.

Desde la perspectiva de la teoría de juegos, el jugador hiperracional tiene solo una opción: delatar al compañero. Si no volviera a caer en prisión, conviene dejar que el colega se pudra y salir sin pagar un solo día. Incluso volviendo a jugar, pero con un número conocido de rondas, la razón fría recomienda lo mismo: traicionar desde la primera. Aunque el compañero quiera traicionar en venganza, será demasiado tarde para él.

Lo interesante viene cuando hay múltiples rondas y no sabemos cuántas son. Si el juego nunca termina, a la larga ambos jugadores salen mejor si colaboran: las pérdidas y ganancias del conjunto se pueden emparejar. Esta es la lección clave: una sociedad persistente gana si no hay quienes pierden siempre y quienes ganan siempre. Es mejor si las ventajas y las pérdidas se distribuyen entre todos.

Así entendemos un poco más lo que pasa en Guatemala. No ahora, sino desde la Colonia y particularmente desde la reforma liberal de 1871. Tenemos una división marcada entre perdedores y ganadores, en la que una misma élite se quedó con todo: las mejores tierras, las ciudades, el poder político, el aparato público, la ley, el comercio y las relaciones internacionales. Todos los demás, que se jodan.

En apenas 75 años ha habido al menos cuatro ensayos por cambiar la situación: en 1944, la Revolución de Octubre propuso una modernización para democratizar la economía y el bienestar social. La Constitución de 1985 democratizó las instituciones. La firma de la paz en 1996 redujo los costos de sangre y abordó el racismo. Y la Plaza en 2015 denunció la corrupción.

En cada ocasión esa élite apostó por lo mismo: traicionar siempre para volver a ganar. Entre 1944 y 1954 se alió con el interés comercial estadounidense y con el conservadurismo católico hasta destruir la democracia. Entre 1985 y 1994 armó el no al plebiscito que traicionó la profundización de las instituciones democráticas. Tras la firma de la paz mantuvo abiertas las llagas de la exclusión política y económica al resistirse a la incorporación de los acuerdos al marco constitucional e institucional. Y a partir de 2015, con aliados inverosímiles —las Iglesias evangélicas, entre otros—, se dedicó a financiar, apoyar y ahora justificar el pacto de corruptos, que revierte los logros de justicia y debilita la economía ya precaria. Porque, con esta conducta, siempre siempre ganan ellos. Pero solo ellos.

Ganan siempre porque traicionan siempre. Aunque con ello lo ganado sea un Estado cada vez más pobre.

Y aquí está el problema, para ellos tanto como para nosotros. Porque nuestra vida en sociedad no es un juego cerrado de dilema del prisionero, sino la realidad repetida, persistente y sin fin de quienes estaremos siempre en el mismo barco. Pero ellos quieren ganar siempre. Y ganan siempre porque traicionan siempre. Aunque con ello lo ganado sea un Estado cada vez más pobre. Callan cuando se necesita soporte, como al abstenerse el Cacif de apoyar la Plaza en 2015. Rehúsan poner de su parte, como ante todo intento por hacerlos contribuir al fisco. Optan por el cinismo, como cuando una opinadora, apenas la semana pasada, ante la evidencia del 72 % de apoyo social a la Cicig, hace un pase de zorra con uvas verdes afirmando que el problema es que en tres años la entidad no construyó institucionalidad. No trató «discretamente» a sus mafiosos compañeros de élite, se queja. Aparte del espurio argumento, recordemos que fue esa élite, su élite, la que pagó ilícitamente las cuentas del partido de Morales, la que no hace sino torpedear en los medios nuestra mejor opción de reforma de la justicia. Todo, por el imperdonable pecado de mostrar que la élite también es mafiosa.

Saquemos la lección. El dilema del prisionero se puede resolver con mejora para todos. Pero esa élite, diga lo que diga, no da señas de querer construir Guatemala como sociedad democrática y en paz, próspera y para todos. Mientras no cambie, el futuro tendremos que hacerlo distinto, con otra gente.

Ilustración: Celda (2024), Adobe Firefly

Original en Plaza Pública

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