Convengamos en que la reciente y absurda petición en contra del arcoíris en las licencias de conducir es más para reír que para indignar. Pero igual da ocasión para reflexionar. Sorprende el extraño afán del intolerante. Pobrecito, que persigue la homosexualidad con tanto ahínco. Los homófobos parecen sufrir un escozor que no los deja tranquilos. Ante lo que no cabe en su estrecha mente, en su corazón seco y frágil deben denunciar, maldecir, castigar.
Al homófobo le pasa lo que a todos con ese barrito que nos sale en el borde de la nariz, que rascamos hasta que revienta. Y lo que al fin sale del pequeño incordio no es sino el mismo pus, la misma sangre. Es uno mismo quien hace la enfermedad. Es uno mismo quien es la enfermedad. El homófobo es el vivo ejemplo de aquello de que «no es lo que entra por la boca, sino lo que sale del corazón».
Porque, hasta aquí, nunca he visto homosexuales que salgan a pedir que se proscriba la conducta de otros. Los mezquinos, esos que procuran penalizar lo que hacen los demás en su propio tiempo, con su propio cuerpo y con su propio afecto, siempre son gente que vive dentro de la cómoda ventaja de la mayoría. Y sin embargo se les va la vida en estorbar aún más a la minoría, a los que están en desventaja, a los ya perseguidos.
Si yo tuviera a un dios todopoderoso en mi bando, ¿por qué preocuparme legislando en contra de la conducta personal de otros? Si he de entender la prédica religiosa, justo de eso se supone que se encargará Dios al final de los tiempos y en la eternidad del infierno. Incluso aquí mismo y ahora con fuego y ceniza. Digo, por aquello de Sodoma y Gomorra. Pero no. Insisten en ir por ahí enojados, denunciando.
El corto tiempo que pasamos vivos sería mejor emplearlo en ser felices y en hacer felices a los demás. Sería mejor emplear los días dando ejemplo. Como con el propio texto sagrado, por aquello de que «nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija».
Cuán baja ha de estar su autoestima que se ponen ansiosos si no nos ven a todos haciendo lo mismo que ellos.
Pero sospecho que, en el fondo, quienes persiguen a los demás por sus costumbres, inclinaciones y preferencias no lo hacen desde una posición de fuerza. No hagas, no digas, no toques, no seas. No ames. Pobrecitos. Cuán baja ha de estar su autoestima que se ponen ansiosos si no nos ven a todos haciendo lo mismo que ellos. Creyendo lo mismo que ellos. Siguiendo impensantes las mismas instrucciones.
Con gente así, sospecho que hay poco que hacer. Tan frágiles en su fe, en su conciencia y en su autoestima. Quizá lo mejor sería referirlos a un buen psiquiatra para tranquilizar sus demonios interiores. Tal vez hasta para ayudarlos a salir de su particular y oscuro clóset.
Pero me preocupa usted, que se precia de normalito, de normalita. Usted no necesita andar detrás de ellos. Usted no necesita ofuscarse con las idioteces de unos pocos intolerantes. Usted sí puede ser feliz. Más importante, usted sí puede hacer feliz a otra gente dejándola hacer, dejándola ser, dejándola amar. Ya suficientemente dura es esta ingrata vida como para arruinársela a más gente. Llévese este como su primer mandamiento: no joda a los demás.
Yo mismo, ¿y qué?