El dilema del funcionario ético

Con cariño, admiración, agradecimiento y respeto a los atrevidos, pero sin dejar que olviden: memento mori.

Está el domador ensayando dentro de la jaula con los leones, ocupado con la silla y el látigo. Uno de los leones está más irritable que de costumbre, y él sabe bien que basta un instante de descuido para terminar como hilachas en esas fauces terribles.

Entonces se acerca su esposa a avisarle que está listo el almuerzo. Irritado le responde –¡¿no ves que estoy un cachito ocupado aquí?! –Bueno– responde ella, –¿y quién te puso allí en primer lugar?

Tal es el dilema que enfrenta el funcionario ético. Todos conocemos a tal personaje: la académica con trayectoria destacada, el empresario honorable, el sindicalista íntegro, la directora de ONG, la funcionaria de la cooperación internacional, que son reclutados en las postrimerías de la campaña, cuando toca al caudillo admitir que una década y más de activismo partidario no le alcanzaron para armar un equipo de gobierno.

Ante el desprestigio general y bien ganado que tienen los políticos en Guatemala, cabe preguntarse qué es lo que lleva a una persona digna a hacer equipo con otras de igualmente comprobada mala reputación. Seguramente las causas son diversas. Habrá quienes ven la función pública como la única forma de tener un impacto efectivo. Para otros será oportunidad de ganar experiencia política. Entre líderes indígenas hacer gobierno en el Ministerio de Cultura es casi un sacrificio para establecer cabeza de playa en una administración pública por lo demás excluyente. Luego están los que, como Fuentes Knight y la reforma fiscal en tiempos de Colom, tienen un punto de agenda que consideran esencial para desencadenar mejoras futuras.

El hecho es que, por la razón que fuera, una persona que calificamos sin ambigüedad como honorable, termina asumiendo inescapablemente la responsabilidad por los actos –malos tanto como buenos– de un gobierno específico. Y es allí donde la cosa se complica. Sería una simpleza asumir que en un régimen mínimamente democrático el gobierno sea un ente granítico. Las más de las veces, el Gabinete representa una variedad de fuerzas en contienda, una serie de pactos e intercambios con propósitos disímiles. La única forma de hacer funcionar esto es cediendo algunas veces. Ello significa que en unas ocasiones ganarán las causas de los justos, en otras las de los malos, pero la responsabilidad por ambas caerá sobre todos. Mientras que indigna que los malos cobren crédito por las obras buenas, más aún preocupa que los justos deban asumir la responsabilidad por las obras malas. Pero les toca.

Surge entonces una pregunta práctica, ¿dónde está el límite entre transigir por un bien mayor, o tornarse cómplice del mal? Hay temas importantes, pero que quizá comprometen menos. Por ejemplo, es urgente una profesionalización magisterial que asegure que en las escuelas primarias se enseñe a aprender. Hay presiones por motivos entendibles pero poco razonables para detener el proceso de elevación de la formación magisterial al nivel universitario. La Ministra de Educación podría terminar transigiendo en esto y, aunque fuera una enorme tristeza y pérdida de oportunidad, su valía ética quedaría intacta: hay otras formas legítimas de conseguir el resultado deseado.

Mientras tanto, en otro ámbito se discute el marco de política del desarrollo rural integral. De nuevo, hay intereses perversos que procuran desviar la decisión hacia fines particulares, y el papel de un funcionario ético es menos claro: ¿toca procurar una política subóptima, con la esperanza de volver luego al asunto, o insistir que el tema de la justicia en el campo es taxativo? El terreno se vuelve complicado.

Finalmente, están los temas álgidos, los que marcan la diferencia entre vida y muerte literales y figuradas, los que definen si vivimos en un Estado de derecho o en una jungla. Tal es el caso de las causas penales contra responsables de masacres, la definición y persecución del genocidio, la restitución de la dignidad de las víctimas y el resarcimiento a sus familiares. ¿Cuánto bien debe obtenerse para justificar un mal? ¿En qué punto el mal se torna tan intolerable que hace falta decir que no, que hasta allí llegó el viaje compartido?

Estas son preguntas sin respuesta clara, agonías que acompañan –deben acompañar– al funcionario ético. Son también preguntas que los ciudadanos no podemos dejar de hacernos, y de plantearles a ellos. Yo se las hago con cariño, admiración, agradecimiento y respeto a los atrevidos, pero sin dejar que olviden la brevedad de su tránsito por la función pública y la longitud de una vida de responsabilidad. Como les susurraban al oído a los triunfantes generales romanos: memento mori.

Original en Plaza Pública.

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