Hoy podemos reconocer que Árbenz tenía razón. No por “comunista” sino por demócrata: una sociedad próspera no se puede construir sin oportunidades para la mayoría.
Apenas dos años más tarde, Árbenz renunciaba ante la amenaza de los Estados Unidos, el ostracismo de la clase dominante y la traición del ejército, y se iniciaba el descenso al caos del que no terminamos de salir. Como ningún otro hecho, la aprobación del Decreto 900 marcó un viraje práctico y simbólico en nuestra historia reciente.
En una economía que hoy nos sorprendería por su simplicidad, Árbenz tuvo una visión esclarecida: modernizar Guatemala exigía democratizar su economía. En una sociedad que vivía aún un sistema feudal, el progreso exigía abrir el acceso al bien clave de la producción. No pudo ocurrir en peor momento. Los vientos más helados de la Guerra Fría dieron la combinación fatal de un Estados Unidos que veía amenazas comunistas hasta en la sopa de tomates, con un gobierno que actuaba con poca atención a la legalidad y el derecho. Más cerca de casa, una Jerarquía Católica conservadora e insensible y una élite económica a la vez miope y retrechera se toparon de cabeza con una camarilla de gobierno cada vez más aislada y radicalizada a la izquierda.
Luego de un cuidadoso examen de la evidencia, Gleijeses sintetiza el desenlace: Árbenz renuncia al reconocer que sus opositores nunca cederían, bajo la ilusión de que ello permitiría una transición ordenada de poder. Las ambiciones de una rápida sucesión de oficiales caudillistas de tercera categoría y la intromisión de los EEUU aseguraron que ello no ocurriera. A esto se agregaron tres factores críticos. El primero fue la exclusión del organismo judicial de los mecanismos legales para atender querellas ante la expropiación. El segundo fueron las faltas en que incurrieron algunos responsables de los procesos de distribución de tierras, que con ello sembraron la semilla de la ahora tan extensa corrupción política. La tercera fue la traición de los oficiales del ejército a su Comandante General, quienes prefirieron abandonar una trifulca en la que llevaban las de ganar contra las magras fuerzas de la “Liberación”, antes que correr el riesgo de una verdadera confrontación con los Marines norteamericanos. Algunos podrían llamarlo sensatez, pero se parecía tanto a la cobardía…
A 60 años de distancia, es evidente la grave responsabilidad que se echaron a cuestas los EEUU y sus aliados internos. Más preocupados por perseguir fantasmas que por reproducir su propia experiencia de democratización predicada en la prosperidad, su idea más creativa fue mandar un puñado de cowboys y cortar las alas del riesgoso experimento en modernización autónoma y responsable de una nación. Las consecuencias las seguimos pagando y su pecado histórico sigue extendiendo una sombra enorme sobre los líderes de aquella nación –no debe tomarse a la ligera el sembrar miseria– que ni a fuerza de asistencia técnica y apoyo en derechos humanos terminan de borrar el daño.
Hoy quizá podamos comenzar a hablar de los hechos sin la saña ideológica que envenenó a dos generaciones de guatemaltecos. Hoy podemos reconocer que Árbenz tenía razón. No por “comunista”, cosa ya demostrada con amplitud y en más de un sentido. Tenía razón por demócrata: una sociedad y una economía próspera no se pueden construir sin oportunidades para la mayoría. Ahora ya no necesitamos pelearnos con sus intenciones en nombre de la Guerra Fría, que nos dejó algunos hijos buenos, y muchos malos. Ya podemos cerrar el ciclo.
En estos días que se reactiva la discusión sobre la política de desarrollo rural, todas las partes llevan una enorme responsabilidad. Ninguno tiene el derecho ni puede darse el lujo de interpretar los temas y problemas que ella impone con el marco estrecho y sesgado que nos heredó nuestra terrible historia. No se puede seguir hablando de agitadores para referirse a quienes apoyan a los campesinos, ni tender cortinas de humo que demeriten la necesidad del acceso a la tierra (al fin, si la riqueza ya no está en la tenencia de la tierra, ¿por qué persiste la defensa tan oficiosa de su propiedad privada?). Tampoco se puede reivindicar un desarrollo centrado sobre un ruralismo utópico, libre de las difíciles decisiones que acarrea la explotación de los recursos naturales. Ya no más palabras fáciles: si la intención de cambio es seria, este gobierno en particular, con el primer presidente militar electo limpiamente desde Árbenz, tiene el reto de demostrarlo con resultados de democratización efectiva.
Tómese un tiempo para conocer su historia, y lea el texto del Decreto 900.