Se vació el incordio, se secó la buba. Se cerró la llaga con sus largos bordes inflamados y el paciente cree que ha sanado.
Se acabó la tos seca y estridente. Queda solo el murmullo húmedo que barbulla en el fondo del pecho, y el enfermo vuelve a la rutina esperando contra esperanza: quizá se mejore solo. Se fue el dolor que marcaba la migraña, la urticaria que corría por la piel, el ardor de la gastritis y la sed de la diabetes.
Ya no duele la ciática, quizá porque el nervio ha muerto. Ya no se hinchan los pies del paciente, siempre que pase todo el día en cama. El cerebro enfermo perdona a la víctima: no lo deja saber que ese brazo inmóvil es su brazo, que esa pierna entumecida es su pierna.
Dolía muchísimo la última muela podrida, esa que hoy arrancó la vejez. El edéntulo duerme sin pensar que mañana no podrá masticar ni el migajón suave del pan.
Ya no arde la piel de la niña bonita, la niña quemada. Pero la cicatriz se extiende rugosa por lo que antes era una piel tersa, y su rigidez roba expresión y belleza a la faz de quien en adelante será la niña fea.
Agradece la morfina el desahuciado. La lengua aguda de la poetisa, el cálculo del ingeniero y la carrera del deportista hoy son amasijo de recuerdos, confusión y gemidos. El precio de su paz es la inconciencia.
Hoy ha muerto el síntoma de nuestra vieja enfermedad.
Porque hoy ha muerto el síntoma de nuestra vieja enfermedad. De prisa y entre compinches han evacuado la pústula. A fuerza de engañarse halagan en memorias la incontinencia voraz del tumor. ¡Tan ambicioso, tan fuerte, todo lo ocupó!
Hoy se ha secado la lesión. Echaron la costra al tarro de la basura. Hoy descansa el gargajo tuberculoso en el fondo de la escupidera.
Con ilusión algunos ven aquí el fin de la enfermedad, aunque lo único que ha terminado es su manifestación. Quieren dejar así la cosa. Pero apenas nos da un respiro esta larguísima constelación de pesares que marca el mal colonial, el mal desigual. Como la tuberculosis, siempre hace solo lo que sabe hacer: comerse los pulmones por dentro y, de paso, dejar sin aire al enfermo, como algunos quisieron dejar sin agua al pez. Como el cáncer, hace solo lo que sabe hacer, que es quitar la vida.
Y como con el cáncer, arrancar un tumor no hace nada si en el cuerpo quedan mil, cien o apenas una célula enferma. Porque el cáncer no es el tumor. El cáncer es nuestro propio cuerpo malsano, que no sabe lo que le conviene, que no sabe querer bien.
Poner en tierra a un asesino no acaba con el asesinato. Sepultar a un genocida no acaba con el genocidio. La enfermedad no está en el usurpador maníaco que ahora descansa, aunque deje descansar. La cura no está en enterrar una memoria y cerrar muy apretados los ojos para no ver los muertos que sostienen nuestro privilegio mentiroso. No está en taparse los oídos para acallar el llanto de madres, hermanos y huérfanos como si con esto dejaran de hablar a nuestro corazón cobarde.
La enfermedad está en este cuerpo que decimos patria, que sigue produciendo tumores y los llama líder. Que sigue produciendo pobres y los llama enemigo. Que sigue produciendo cafres y los llama general.
Ilustración: Telón (2024), Adobe Firefly