Sigue resonando en la conversación política la captura del expresidente Colom y de su gabinete. Hay razón, pues obliga a cuestionar todo y a todos.
Para el cínico cansado, la noticia permite reiterar la denuncia: «¡Toda la clase política está podrida!». Para el netcentero y el socio del pacto de corruptos, ofrece la excusa perfecta: «¡Ya vieron! ¡Colom es tan mafioso como Pérez Molina!». Para los más reflexivos, da ocasión de construir argumentos —no se puede reformar sin transar con el poder real— o para sentirse decepcionados, aun cuando aquí el engaño hace rato que lo practicamos todos como forma de vida.
En cualquier caso, una parte importante del debate ha girado en torno a dilucidar si las personas capturadas son buenas o malas. O en torno a malentender esto. Hay al menos dos razones para ello. La primera es psicología humana. Poner a las personas en categorías simplifica los juicios instantáneos que usamos en el diario interactuar con otras gentes. Si el mundo es de buenos y malos, es fácil rechazarlos o aceptarlos, es fácil tomar decisiones.
La segunda explicación está anclada en nuestra historia reciente. Hace un par de semanas lo llamé la impostura: al menos desde la Guerra Fría nos malacostumbramos a leer la política solo en clave moral. Había ideologías buenas e ideologías malas. Quien sustentaba la ideología equivocada (en este país, mayoritariamente de izquierda) era por necesidad una persona mala. Tal vez es un hábito más viejo, como condenar herejes.
El problema con ello es que no deja salidas. El contrincante definido como intrínsecamente malo es perseguido siempre y hasta aniquilarlo. Mientras tanto, la democracia exige resolver las diferencias de forma orgánica, a través del debate, la decisión de la mayoría y el respeto del criterio de la minoría. Si se sataniza al contrincante, este proceso no camina, pues nadie quiere dejar que el malo prospere. Por eso persiste la guerra en Medio Oriente. Por eso la guerra de los Treinta Años no se agotó sino hasta que se abandonó su principio moral.
Necesitamos diferenciar entre intenciones y razones, por un lado, y entre conductas y resultados, por el otro. Nunca conocemos con certeza las intenciones y razones de las personas. Aun cuando las explican, pueden mentir —para bien o para mal—. Pero, a pesar de tal ambigüedad, sí podemos reconocer conductas buenas y conductas malas.
Valga un ejemplo. Moralmente, el racismo es un marco ideológico malo. Suponer que hay personas intrínsecamente menos dignas que otras por asuntos superficiales como el color de su piel causa miseria por razones triviales. Pero, en términos prácticos, cuesta determinar con certeza por qué una persona específica es racista: quizá fue su infancia o es costumbre de su comunidad. O quizá tiene un mal corazón. Sin embargo, aun sin esa certeza, sí es posible reconocer que se comporta de manera racista —así lo niegue o incluso no quiera ser racista— cuando trata lesivamente a algunos simplemente por el color de su piel. Cualquiera que sea su ideología, cualquiera que sea su autopercepción, sí podemos constatar de forma objetiva sus conductas racistas.
Mientras a los individuos les toca ser buenos, como sociedad interesa que se comporten bien.
¿Por qué importa la explicación? Porque, mientras a los individuos les toca ser buenos (es decir, dilucidar la moralidad de sus valores y la bondad de sus razones), como sociedad interesa que se comporten bien. Esto es lo que está en juego con el caso Transurbano: las personas procuran el bien y deben ser buenas, pero al funcionario le toca actuar bien. Y este bien se define en la ley y en la técnica. Entender esto, pedirlo y practicarlo siempre, como funcionarios y como ciudadanos, es por lo que la presencia de la Cicig resulta tan importante: porque nos civiliza.
Sin duda, en el pasado el MP y la Cicig han señalado a gente que valora el mal. Tal persecución es la que resiste el pacto de corruptos. Porque el genocidio es malo siempre y depredar a los pobres es abyecto, pero no se trata simplemente de perseguir gente mala.
Igualmente, es probable que la investigación del MP y la Cicig haya llevado a encartar gente buena, que se ha pasado la vida entera procurando mejorar nuestra sociedad, aun a riesgo de su propio bien, de su vida y de su honra. Pero no se trata de emparejar la cuenta del para cuándo la UNE. Lo que se juega aquí es construir una sociedad civilizada: que la conducta del funcionario —y también del ciudadano— sea siempre hacer el bien porque la ley lo manda y porque hay consecuencias siempre.
Ilustración: Servidores públicos (2024), Adobe Firefly