Pudo ser El Enorme, y enfrentar violencia con paz, pero escogió escalar el conflicto y confirmar la desigualdad. Pudiendo ser el último líder de la guerra, prefirió ser otro líder de la guerra y ceder la oportunidad.
Oportunidades para que luego, en palabras de León Gieco, no se diga de nosotros que quedamos “sin haber hecho lo suficiente”.
Para la mayoría, estos momentos clave, cuando debemos dejar de hacer lo obvio y escoger lo difícil, ocurren en privado. Para quienes se lanzan a la lid pública, más temprano que tarde, la oportunidad para dejar huella se da a plena luz del día, a la vista de todos. Al popularísimo expresidente brasileño Lula da Silva esto le pasó en las elecciones de 2002: pudiendo seguir con un estilo de izquierda estridente, escogió moderarse, abrazó al empresariado aún en medio de la crítica, llegó a la presidencia y terminó de transformar Brasil en lo que hoy es.
Otro tanto ocurrió con Nelson Mandela en Sudáfrica. Con 27 años de cárcel injusta a cuestas, escogió la reconciliación antes que la venganza en un país plagado de racismo. Más sorprendente aún fue el caso de Frederik de Klerk, último presidente de la Sudáfrica del apartheid, que a contrapelo de su partido, supo desmantelar el sistema de privilegios que tan bien le servía, y sentarse con Mandela para construir una democracia multirracial.
Más cerca de casa, a nuestro Presidente se le presentó ya una primera prueba y oportunidad. Sin embargo, quien en su inauguración dijo soñar con que la suya fuera “… la última generación de la guerra y la primera generación de la paz en Guatemala” dejó pasar la oportunidad. Esa frase, quizá la más inspirada y la más inspiradora de su discurso, quedó sin contenido cuando confirmó el ciclo perenne de abuso, descuido, desesperanza, violencia y represión. Enfrentó la prueba y falló. Pudo devolver violencia con paz, pero escogió escalar el conflicto y confirmar la desigualdad. Pudiendo ser el último líder de la guerra, prefirió ser otro líder de la guerra y ceder la oportunidad.
Pudo ser Otto, El Enorme, y aprovechar su legitimidad con el ejército para definir una nueva forma de hacer gobierno con los más pobres, los más frustrados y los más desesperanzados, pero escogió ser uno más, perdido en un mar de iguales. El primer presidente militar escogido en democracia plena y sin guerra desde Árbenz pudo, ya sin las suspicacias enfermizas de la Guerra Fría, confirmar lo que significa ser “Soldado del Pueblo”. Pero prefirió ser General de la Élite.
Con un optimismo poco justificado, quiero pensar que no todo esté perdido, que quizá pese más el sentido que la pulsión de corto plazo. El arco que se torció hace más de medio siglo, hoy exige ser enderezado. Timothy Garton Ash puntualizó muy bien el reto, cuando se refirió al papel de Gorbachov en el desmantelamiento de la Unión Soviética como “un luminoso ejemplo de la importancia del individuo en la historia”. La cuestión no es solo de coyunturas, hidroelectricidad, líderes comunitarios exasperados o soldadesca. Es una pregunta de justicia y una pregunta de historia. Es una pregunta sobre el lugar que Pérez Molina quiera ocupar en ella.