El perro se orina en la alfombra de la sala. No es la primera vez. Enojado, usted decide poner alto al asunto. Lo único que tiene a mano es un martillo.
Luego de darle múltiples martillazos a la cabeza del perro, efectivamente el animal no vuelve a ensuciar la alfombra. Mientras cava un foso en el jardín con la uña del martillo —la única herramienta que tiene a mano— para enterrarlo, reflexiona que se ha quedado sin perro. Y qué decir de la sangre regada por toda la sala.
Esta historieta macabra no es muy distinta del debate que tenemos estos días sobre la violencia y cómo abordarla. Partimos del diagnóstico errado, suponiendo que el problema son las maras. Hartos, nos apuramos a pedir pena de muerte a mansalva. En este país de muerte, la oportunista hija del genocida, el diputado y el ama de casa de la esquina piden por igual más muerte. Son el dueño del perro agarrando a martillazos al animal ¡en plena sala! Ni el problema empezó cuando se orinó ni el martillo lo resolverá. Ni el problema empezó con la mara ni causar más muertes lo resolverá.
Por si no se ha percatado, en la mayoría de los países —más grandes, más pequeños, más liberales, más conservadores, más ricos, más pobres que Guatemala— los jóvenes no matan ni mueren como aquí. Aunque escandaliza el horror en el hospital Roosevelt —sí, a mí también me hierve la sangre—, apunte bien su enojo y entienda que el problema no son los jóvenes, ni siquiera esos violentos, tribales e inescrupulosos que criamos aquí. El problema es que los criamos así. Nunca montamos una secundaria ni pusimos un parque o un club en donde pudieran jugar cuando chicos ni les dimos oportunidad de empleo decente cuando llegaron a adultos. ¿Qué esperábamos que pasara? Para cuando entraron a la mara, el daño tenía largo rato de haberse hecho. Entienda: el problema no es la mascota que se orina, es que nunca le enseñamos a no ensuciar la alfombra. Es que no la sacamos al jardín a tiempo.
Sumidos en una inmediatez sofocante, apostamos por la insensatez proponiendo remedios en vez de soluciones. Ahora un grupo de diputados (¿usted todavía le hace caso a esta gente?) plantea otra sandez de proporciones monumentales: poner al Ejército a jugar de policía. Un amigo me recuerda: ya en el 2000 se efectuaron patrullajes conjuntos entre Ejército y Policía Nacional Civil, ¡y la violencia se disparó! De 26.3 homicidios por cada 100 000 habitantes en diciembre de 2000 llegamos a 48 en agosto de 2009. No los causaron, claro, pero es de torpeza soberana dar por sentado que el Ejército pueda reducir la violencia, cuando, por admisión propia, ¡no puede ni siquiera detectar a los mañosos que tienen en la tropa! Solo quien sigue viendo al Ejército como muro de contención entre esa gente —los pobres, los indígenas, los jóvenes, los desempleados— y nosotros podría considerar una medida así. Solo quien olvida el desastre político, humanitario y ciudadano que fue la guerra puede contemplar como opción la insensatez de poner la seguridad civil en manos del Ejército. Ahora sí. Enójese.
Muy coincidencia podrá ser, pero igual obliga a preguntarnos por qué Defensa necesita más plata y Gobernación no alcanza a ejecutar lo que tiene. Deje de fijarse en los resultados y busque las causas.
Todo se da en el contexto —puras coincidencias, afirma el ministro de Finanzas— de un recorte de más de 135 millones de quetzales al presupuesto de Gobernación y un aumento de más de 105 millones de quetzales al de la Defensa. Muy coincidencia podrá ser, pero igual obliga a preguntarnos por qué Defensa necesita más plata y Gobernación no alcanza a ejecutar lo que tiene. Deje de fijarse en los resultados y busque las causas. Si quiere enfocar su enojo en algo o en alguien, pregúntese por qué apenas 20 años después de fundada la Policía Nacional Civil ya es un desastre completo. Aquí sí derrame la bilis, vomite el enojo ante los responsables, saque el martillo. Y, de paso, quizá deba enojarse con la persona en el espejo: por indiferente, por apolítica.
Lo único bueno de proponer que los militares detengan a criminales flagrantes es que los militares más decentes (¿dónde están? —por favor, demuestren que me equivoco, demuestren que existen—) podrían arrestar inmediatamente a los incontables mañosos, delincuentes cotidianos en el cuartel, en el Instituto de Previsión Militar, en la Guardia de Honor, ¡en todas partes!, cuando roban municiones, desvían fondos, abusan del poder y organizan mafias. Así no tendríamos que esperar a que lleguen a presidentes y terminen de todas formas encerrados en el Mariscal Zavala.
Ilustración: El perro (2024), Adobe Firefly