¿Quién es bueno?

«Era un tipo bueno: todo el dinero que consiguió como presidente se lo dio a su mamá». El chiste viejo ilustra el problema.

Cómo saber quién es bueno y quién es malo? La inmensa mayoría de las personas resuelven la pregunta de forma normativa: dejan que alguien más les dé instrucciones explícitas acerca de lo que hacen los buenos y de lo que hacen los malos. Luego, reconocerlos es fácil: si te comportas como te digo, eres bueno. Si no haces lo que digo, eres malo.

Casi siempre ese filtro de buenos y malos lo ponen las Iglesias. Alguien se viste con ropas antiguas (o que quieren parecerlo) e ideas antiguas (o que quieren parecerlo), asegura que habla en nombre de Dios y pone la lista de lo bueno y de lo malo. Pero también a veces lo llamamos ideología. Alguien se viste con ropas nuevas (o que quieren parecerlo) e ideas nuevas (o que quieren parecerlo), asegura hablar en nombre de la gente más digna (así sean los de arriba o los de abajo) y pone la lista de lo bueno y de lo malo.

En la práctica, igual podemos llamar religión a las Iglesias que a las ideologías políticas, pues se comportan igual: una institución afirma verdades trascendentes —sobre Dios, el pueblo o el futuro— y prohíbe cuestionarlas. Pone en manos de unos pocos líderes la autoridad y el juicio sobre quién es bueno y quién no. Restringe el debate solo para determinar quién es el intérprete más fiel de los viejos mandatos (de Jesús, Mahoma, Marx o Friedrich von Hayek —eso es al gusto de cada quien y muy secundario—), nunca para cotejar lo dicho por los fundadores a la luz de los hechos, del presente o del futuro, menos aún para cuestionar o abandonar lo que ya no sirve. Por definición, aquí no hay salida y una buena parte del esfuerzo es la gimnasia mental de justificar lo que ya no tiene sentido o nunca lo tuvo. Por eso y para rematar, cada religión persigue ferozmente a quien no esté de acuerdo con ella. Así se trate de cruzada o inquisición, guerra santa o evangelización forzada, cacería de brujas o gulag. Proscripción de sindicatos o empresarios colgados de los postes de luz. O, en una versión más domesticada, simplemente tachar de impuros o equivocados a los que no piensan como el fiel.

El resultado buscado es siempre el mismo: someter la mente de todos a una misma verdad arbitraria, destruir a quienes no la aceptan. Y cuando llegan los excesos de violencia, que siempre llegan, surge la explicación que es apenas excusa: fueron los hombres, nunca la institución, nunca las ideas.

La religión —así sea teológica o política— concreta un rasgo profundamente humano. Es la necesidad de sentirnos parte de algo más que nuestra particular mortalidad, de ser aceptados por los demás a cambio de aceptar sus normas. Es el tribalismo que nos mantuvo vivos en la sabana africana, que nuestra herencia no olvida aunque hayamos salido del antiguo continente hace ya tantos años. Y si la fe nos heredó el afán trascendente, también nos heredó la violencia.

La historia nunca se ha agotado allí. Siempre ha habido otra forma de hacer la vida, de ver las cosas.

Sin embargo, la historia nunca se ha agotado allí. Siempre ha habido otra forma de hacer la vida, de ver las cosas. Nunca ha sido de mayorías —pesan demasiado los genes—, pero es la forma que, a pesar de la tradición y del amontonamiento tribal, deja ver más lejos. Como rasgo también profundamente nuestro, es el humanismo el que se atreve, sensato, a señalar lo obvio: no pueden tener razón las religiones si cada una tiene un mito fundacional distinto, arbitrario y opuesto al de las demás. Es el humanismo el que pone distancia entre nosotros y el centro del universo reconociendo que tan solo somos un actor más en un maravilloso escenario natural, mucho más extenso que las historias que inventamos y que nos quitan sin necesidad el sueño. Es el humanismo el que supera el miedo a saber, el que propulsa la ciencia. Es el humanismo el que pone los pies firmes sobre el suelo e invita a celebrar lo que somos y lo que sabemos, sin agacharnos serviles, pero también sin perorar arrogantes. Es el que nos recuerda que la gente puede ser buena solo porque sí, solo porque somos gente.

Saludo a Humanistas Guatemala, que con su campaña #NoEstásSolo ayuda a reconocer ese humanismo, esa bondad.

Ilustración: Todas son ideas (2024), Adobe Firefly

Original en Plaza Pública

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