La patria no sufre. Sufre la gente.
Nos encanta y nos sirve hacer como que los objetos mentales tuvieran existencia propia. Pero solo existen en nuestra imaginación.
La reificación no es asunto banal, pues en nombre de tales seres inventados nos convencemos de hacer muchas cosas, a veces buenas y algunas muy malas. Harari propone una prueba sencilla para determinar si un sujeto es real o inventado, para saber si es una persona o una cosa. Recomienda preguntar: ¿puede sufrir? Si la respuesta es sí, entonces ese alguien es real. Si la respuesta es no, el asunto es ficticio y no basta por sí solo como base de un argumento, menos aún como razón para actuar o dejar de actuar.
«Los mercados desconfían de Grecia», dice la prensa. Pero al mercado Grecia le viene floja porque ni teme ni duda. ¡El mercado no puede sufrir ni gozar, como tampoco lo puede hacer Grecia! Un pequeño ahorrante podrá tener miedo de que le roben sus ahorros de toda la vida. Y un poderoso banquero podrá desconfiar del primer ministro griego. Pero dice que es el mercado porque así no tendrá que asumir una responsabilidad personal cuando la cosa salga mal.
«La revolución exige respeto», dice Nicolás Maduro. Pero la revolución no exige nada. A ella no le importa lo que digan el mundo, los venezolanos o Nicolás Maduro. Porque la revolución no siente. Acaso es Maduro el que exige algo o son sus contrincantes —personas concretas— quienes lo cuestionan.
«Ofende a Dios», dice el imán ante la mujer con el pelo descubierto, el rabino ante el plato de chicharrones y el obispo cuando la gente pide educación sexual. Pero no hay un ojo de Dios para ver cabellos al aire y un estómago divino al que le causen agruras. No hay un oído de Dios que escuche el crocante del chicharrón, un corazón de Dios que lata más rápido por la ira de que alguien en alguna parte esté haciendo el amor con un pedazo de hule en el pene. Es el imán —una persona específica que esta mañana escogió ponerse un turbante y no otro— el que no quiere que la mujer vaya con el pelo suelto. Es un rabino concreto, con su casquete nuevo, quien condena. Es un obispo específico —al que le pesa cargar un báculo tanto como tratar tal vez de vivir sin sexo— el que refunfuña porque otros son felices.
«Por la patria», dice una turba que combina privilegiados con tramposos desde un palco en el Congreso y resiste las reformas a la justicia. «Por la patria», contestan otros que quieren ver una Constitución más abierta. Y así llegamos a lo que nos aprieta hoy. Porque no es a la patria a la que se le hace un nudo de temor en el estómago ante las reformas. Es a una mujer específica, con sus pelos rubios, su acento de clase alta y sus compromisos comerciales poco rectos. Y no es la patria la que se emociona o se frustra, sino que es una joven concreta la que se emociona viendo que puede tener eficacia política, la que se frustra cuando una vez más en el Congreso se rompe el cuórum.
La patria no sufre. Sufre la gente que por generaciones no tiene para comer y por eso —concretamente y sin ambigüedad— termina siendo la gente más baja del mundo. Sufre la gente a la que le matan toda la familia y luego le dejan todo el resto de la vida para frustrarse ante una justicia que nunca llega. Sufren 41 niñas concretas que mueren quemadas porque una persona concreta escoge encerrarlas en un incendio. Sufren las niñas atropelladas por un asesino —con nombre y apellido— que acelera su auto.
¿Quiere cometer menos errores, apostar a menos causas malas? Cuando le pidan apoyo, cuando le pidan pasión y compromiso, escuche y pregúntese quién sufre, quién siente. Dude de la causa que compromete a las personas en nombre de un sujeto que no siente, que no tiene cómo sentir. Abrace la causa que procura reducir el sufrimiento de gente concreta. Hay demasiada gente que duele como para gastar nuestras energías persiguiendo quimeras.