Habiendo escogido su arbitrario pasado mejor, al conservador le toca defender ese pasado sin que existan razones objetivas.
En Guatemala, el conservadurismo cultural resurge cada vez que hay asuntos clave de justicia por discutir. Algunos entienden muy bien que es el distractor perfecto.
No es casual que ahora un grupo de diputados vocifere contra el matrimonio entre homosexuales y busque la penalización adicional al aborto. Ellos necesitan desviar la atención de la discusión sobre las reformas constitucionales al sistema de justicia.
La urgencia de sacar a los mafiosos de los juzgados y del Congreso no significa que debamos ignorar la aspiración de las personas a ser felices. El matrimonio entre homosexuales y el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo son temas importantes. Hay pocas cosas más reales en la vida que la aspiración a la felicidad y la certeza del dolor.
Sin embargo, hay también un problema de fondo con el pensamiento conservador que nos distrae y que debemos reconocer de forma específica. En breve, es un engaño. Quien aboga en contra de innovaciones como el matrimonio entre homosexuales no solo debe engañar a los demás, sino que, peor aún, necesita engañarse a sí mismo. Con ello abre también la puerta para que otros lo engañen al ligar su convicción personal con la trampa política. Es por esto que los políticos mafiosos usan tales temas para distraer y consiguen hasta 30 000 firmantes desorientados que los apoyan.
Revisemos el problema de fondo, ese problema del conservador. Conservador, dice el diccionario, es aquel que es «especialmente favorable a mantener el orden social y los valores tradicionales frente a las innovaciones y los cambios radicales». Ya aquí viene el tropiezo porque no es evidente cuál orden social y cuáles valores tradicionales deben privilegiarse. La historia es larga y exige preguntar dónde empieza la tradición que se ha de conservar.
En la escena mundial, Trump hizo visible el problema cuando afirmó en campaña que quería «que Estados Unidos fuera grande otra vez», quizá como cuando los campesinos y los obreros blancos eran prósperos. No tan rápido, dice el afroestadounidense, que ser esclavo o segregado en el pasado no era tan grande. Un momento, tercia el nativo norteamericano, que estas tierras eran grandes cuando no había venido ningún europeo ni su carga de esclavos africanos. Y así sigue.
El conservador debe decidir arbitrariamente con qué se queda, pues no hay nada obvio en esto de conservar el pasado. Por ello su elección es siempre la misma: conservemos aquel pasado en que la gente como yo tenía ventaja. Así, con nosotros, la élite de hoy no pide conservar el pasado en que los indígenas mandaban, ni siquiera el tiempo de éxito de los conservadores poscoloniales. Pide conservar el momento en que sus familias se afianzaron en el poder con la revolución liberal de 1871. Y las Iglesias no quieren conservar las costumbres sexuales de la antigua Roma, ni siquiera las de la temprana Edad Media —eso sí que sería conservador—, sino solo las costumbres que prevalecían cuando la Iglesia cristiana llegó a ejercer el poder absoluto sobre vida y muerte, sobre hombres y mujeres, sobre felicidad y tristeza.
Luego vienen el engaño y el autoengaño. Habiendo escogido su arbitrario pasado mejor, al conservador le toca defender ese pasado sin que existan razones objetivas. Cuando al hablar del matrimonio alguien me dice que «las instituciones humanas de todas las sociedades a la fecha han funcionado», debo preguntar para quién funcionaron. Feliz estaba el patriarca que mandaba con mano de hierro, pero sus hijas reprimidas probablemente opinaban distinto. Funcionaron esas instituciones para los muchos que por casualidad eran heterosexuales, pero aseguraron una vida miserable de exclusión y estigma para otros tantos que por casualidad no lo eran.
Así, el conservador edifica su conciencia sobre una mentira que debe creer él mismo. Rechaza que el presente siempre se debe construir hoy, aquí, con innovaciones. Quiere tomar los pedazos del pasado que le convienen y llamarlos inevitables. Pero no lo son. Como con cualquier mentira, una vez iniciada, toca seguir agregando falsedades para no enfrentarse a la propia incoherencia. Subidos en el carro del autoengaño, no queda sino aceptar cuando los canallas lo enganchan al tren de la mafia en nombre de la tradición. Y así se consiguen 30 000 firmas para una estupidez legislativa que solo sirve para distraer.
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Posdata. Seamos serios. El que deliberadamente atropella y mata a una estudiante que protesta en la calle es un vulgar asesino. Nada más. Y es gente irresponsable, cuando no maliciosa, quien le pone peros a esa atrocidad y la usa para excusar necedades como la malnacida ocurrencia del «derecho a la libre locomoción». Debería darles vergüenza siquiera pensarlo.