Acabar con el legado de Obama

Algunas cosas se pueden borrar sin dejar rastros, pero muchas permanecen tan conspicuas en su ausencia, como si siguieran allí.

Tras la sorpresa que causó la elección de Trump como presidente de los Estados Unidos, muchos en la prensa de esa nación prometieron abandonar el sensacionalismo. Reconocieron que su propio infoentretenimiento electoral había inflado la visibilidad del candidato.

Poco duró la buena intención. Faltaban semanas para que tomara posesión, pero ya críticos y promotores por igual debatían sobre cómo acabaría con el legado de Obama. Pero hoy el señor de la tez naranja está sentado en el trono. Tiene acceso a las claves nucleares, y el significado histórico de su antecesor no es objeto de especulación, sino hecho dado.

El asunto tiene dos aristas. Primero determinemos qué cuenta como legado. Al fin, todo gobierno asume el mando para hacer cosas nuevas. Cuando el poder pasa a manos de otro partido esperamos el cambio como viento que impulsa las velas de los ganadores. Llamemos entonces legado no a lo cotidiano, sino a los rasgos más profundos que configuran un mandato.

Segundo, y por lo mismo, preguntemos qué significa borrar un legado. Vale aquí la cotidiana observación sobre meter y sacar clavos: con alguna dosis de esfuerzo podemos arrancar un clavo de la tabla en la que está ensartado. Pero el agujero queda. Algunas cosas se pueden borrar sin dejar rastros, pero muchas permanecen tan conspicuas en su ausencia, como si siguieran allí.

Una síntesis de Univisión ya identificaba puntos claves del legado: la reforma migratoria, la reforma del financiamiento de la salud (el socorrido Obamacare), la política ambiental y energética, los acuerdos comerciales internacionales y la extraña y persistente obsesión de los estadounidenses por debatir quién usa qué baño. Agreguemos la guerra.

Todas ellas, incluso la decisión sobre usar o no el inodoro con muñequito con falda, corresponden a la categoría de clavos que aun sacados dejan un agujero, y grande. No porque las soluciones de política sean permanentes —al fin, una orden ejecutiva se borra de un plumazo—, sino porque los temas a los que apelan siguen allí. Sobre todo porque el legado se construye primero en las razones para abordar los problemas.

Así, ante el reto que plantea la masa amontonada que desde Latinoamérica sigue llegando al Norte por escapar de la miseria y la violencia, caben dos respuestas: verlos como gente o excluirlos de la oportunidad. Es en lo primero donde está el legado de Obama, no en una simple orden ejecutiva para los jóvenes soñadores.

Ante los millones de ciudadanos del país más rico del mundo, que sin embargo seguían sin acceso a una salud que no los quebrara, cabía admitir que triunfar sobre la enfermedad es un empeño solidario o insistir en que cada quien se salve como pueda. Lo primero es el legado de Obama. Tanto que hasta Trump, en típico escamoteo verbal, comienza a ofrecer «seguro para todos». Porque legado no es una ley, sino una admisión y una intención.

Y ante los datos duros y calientes de un clima que hace más inhóspito el único mundo que tenemos, cabe reconocer que la transformación tecnológica a veces impone sacrificio, o ejercer la perezosa voracidad de seguir extrayendo carbón y petróleo nomás porque se puede. Lo primero es el legado de Obama.

Ante un capitalismo que hace agua porque llamó buena la desigualdad sin límite, cabe seguir la corriente en vez de retar a los señores del dinero. Y esa debilidad fue el legado de Obama. Un legado que Trump hereda y profundiza con su insularismo comercial. Y porque del presidente saliente fue no solo la intención solidaria, sino también la voluntad de derramar miles de bombas por todo Oriente Medio. Y allí también, con su intención de expandir las fuerzas armadas, Trump hereda el legado de Obama.

Y para terminar, los baños. El absurdo pico del témpano, rastro del pecado original de los Estados Unidos. Porque, ante la realidad de que somos distintos y diversos, cabe el reconocimiento de nuestra equivalencia y la inclusión, o la saña racista y sexista, el escarnio del otro. Lo primero es el legado de Obama, no solo por iniciativas judiciales u órdenes ejecutivas, sino por el simple hecho de ser él.

No importa lo que pase en adelante. Cuando en el futuro lejano se hable de Donald Trump será para decir: «¡Ah!, el que vino después del primer presidente negro de los Estados Unidos». Acaso, y ya que la historia es severa con sus hijos miopes, para decir que fue el que vino después del único presidente negro de los Estados Unidos.

Original en Plaza Pública

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