Para un grupo considerable y concreto de personas, el racismo, el sexismo, la xenofobia, el insularismo, la antirracionalidad y el antiecologismo del candidato no pesaron en contra de su elección.
Imposible callar ante las elecciones en los Estados Unidos. El hecho es suficientemente excepcional y sus consecuencias suficientemente extensas como para que hasta el más lego necesite reconocer las implicaciones.
Usted y yo tenemos una ventaja. A diferencia del politólogo profesional, los ciudadanos de la calle no necesitamos justificar lo dicho antes de las elecciones ahora que Trump ya ganó, pues no nos jugamos el prestigio profesional. Alcanza con describir lo visto, que ya es bastante.
Antes de las elecciones, los analistas especulaban sobre quiénes serían los votantes de Trump. Como con los campeonatos de futbol, hacía falta llenar el tiempo en la TV. La fórmula básica es sencilla: definir categorías de votantes y meter gente en ellas («Trump tiene el voto blanco masculino», «los hispanos no votarán por Trump»). El ejercicio predice la conducta (el voto) explicándola por categorías (porque son blancos, porque son latinos). Luego basta contar. Si hay más hombres blancos, ganará. Si más latinos, perderá.
Esto no resuelve el problema detallado de la causalidad —las razones individuales del voto—, pero ayuda. El politólogo necesita manejar la incertidumbre preelectoral y para eso construye explicaciones tentativas: «Los blancos pobres votarán por Trump porque promete repatriar el empleo que el establishment no les ha dado», «los latinos no votarán por Trump porque los ha insultado y promete echarlos del país».
Después de las elecciones, la cosa cambia. Ya no hace falta especular. Claro, el politólogo tiene el inconveniente de tener que amarrar su predicción —fallida o exitosa— con el resultado real. Pero los demás podemos simplemente sacar a la gente de todas esas categorías inventadas —como hombre blanco o persona latina— y ponerla con certeza en una categoría definitiva: votantes de Trump. Así tengan tez rosada y testículos, hablen español o sean mujeres morenas.
Al votar, de entre todos los blancos, pobres, negros, latinos, desempleados, millonarios, lo que fuera, un subconjunto se autoseleccionó, se salió de la cajita en la que lo habían puesto los analistas y se introdujo —por mano propia y sin ambigüedad— en la categoría de votantes de Trump. Hoy sabemos con precisión el número de un conjunto de gente que eligió a quien siempre demostró su racismo, sexismo, xenofobia, insularismo, antirracionalidad y antiecologismo, para nombrar apenas sus mayores lindezas. Aun así, nunca tendremos certeza sobre las razones individuales con que lo explican, que probablemente serán múltiples. Los politólogos lo agradecen, que de algo tienen que vivir ahora. Téngales compasión. Algunos habrán votado por Trump porque querían empleo. Otros, porque están hartos de que los negros se salgan de la subordinación en la que los quieren seguir viendo. Algún perverso, incluso, habrá votado por Trump porque le gustan su extraño cabello y tez naranja.
Pero en materia de explicaciones —ahora sí— podemos identificar sin ambigüedad que, para un grupo considerable y concreto de personas, el racismo, el sexismo, la xenofobia, el insularismo, la antirracionalidad y el antiecologismo del candidato no pesaron en contra de su elección. En estos tiempos de exquisitez moral, para esos votantes no fueron razones suficientes la necesidad de integridad personal, el espíritu de inclusión, la racionalidad y la amenaza del cambio climático como para decidir su voto. Escogieron deliberadamente a quien causa ascos al pensarlo tomado de la mano (o peor) de una hija, a quien asusta al pensarlo con el dedo puesto en el detonante del misil. Escogieron a quien afirma que el cambio climático es una conspiración china, a quien desprecia la vida de los migrantes más pobres. En una palabra, eligieron al hideputa. Son el voto hideputa. No lo digo yo. Lo dijeron ellos alto y claro.
Algunos comentaristas piden que empaticemos con los votantes de Trump, que apreciemos sus razones: están enojados, no tienen empleo o algo más. Como si fueran tontos o irresponsables. Pero basta escuchar al más iletrado de los albañiles cuando teoriza sobre futbol para entender que la mayoría de personas no son particularmente tontas. Mi sospecha es que quienes votaron por Trump —el voto hideputa— saben lo que hacen y son responsables de lo que hicieron.
Una curiosidad me queda. Quizá puedan aclararla los politólogos. Los que antes de las elecciones ya afirmaban pertenecer al voto hideputa —así fueran blancos, hombres, pobres, latinos, desempleados, mujeres o negros— eran menos que los que votaron efectivamente por Trump. Así que retrospectivamente debemos crear una categoría adicional: el voto hideputa mentiroso, ese que escogería a Trump sin admitirlo en las encuestas. No les causaba escozor votar por racismo, sexismo, xenofobia, insularismo, antirracionalidad y antiecologismo, nomás admitirlo.