«No volveré a escribir sobre aumentar la carga fiscal. No volveré a escribir sobre aumentar la carga fiscal. No volveré a escribir sobre aumentar la carga fiscal. No volveré a escribir sobre aumentar la carga fiscal» (Bart Simpson).
Todo médico sueña con nombrar una enfermedad desconocida. Pienso que se me ha cumplido ese sueño. Hoy documento una dolencia nueva, identificada entre lectores guatemaltecos. Es la dislexia antifiscal.
Por cuatro semanas —y prometo que esta quinta será la última— escribí sobre la necesidad de aportar más recursos para la cosa pública. Argumenté que tenemos décadas de no invertir. Aduje que debemos comprometernos con el volumen de recursos tanto como discutir su destino u origen. Argüí que el problema es urgente. Y sugerí que esto exige una sólida voluntad política, ya que la causa de los ingresos fiscales nunca tendrá un tiempo propicio. Pero algunos lectores —al menos los generosos que se toman el tiempo para comentar en Plaza Pública o en las redes sociales— leyeron una sola cosa: ¡pague, pague!
¿En qué momento señalar que con lo que tenemos no llegamos se convirtió en rechazar la eficacia, la eficiencia y la justicia en el gasto? Contar la obviedad de tener una de las cargas fiscales más bajas del mundo no es ignorar la necesidad de la eficiencia. Señalar que nuestro total de ingresos públicos es el más bajo del mundo no implica que con solo aumentar el monto se resuelvan los problemas.
Pedir más dinero no es pedir más dinero antes que mejor gestión. Tampoco es pedir más dinero después de mejor gestión. Pedir más dinero significa solo eso: las cosas bien hechas son caras y exigen más dinero. Lo ensayado es solo eso: afirmar que el volumen de los ingresos públicos es un tema en sí mismo. Reconocer el tamaño de la necesidad no basta, pero es indispensable por derecho propio. Nombrar ese espacio como objeto específico de discusión, admitir que el volumen total de ese espacio es severamente insuficiente, es indispensable para que la discusión sobre ingreso, gasto y ejecución haga justicia y consiga eficacia. Lo opuesto es como debatirse entre dar al niño desnutrido una Coca-Cola o una bolsita de Tortrix, cuando lo que necesita son proteínas para crecer, para reconstruir su cuerpo saqueado por el hambre.
El volumen de recursos para el Estado nos impone un dilema del prisionero: todos ganaríamos con más recursos y todos estaríamos mejor poniendo la parte que nos toca, incluso más. Pero nadie quiere ser el primero en hacerlo por temor a ser el único que pague. La élite sin duda tiene dinero y lo debe: Aceros de Guatemala, el hotel Camino Real y una creciente lista de empresas morosas y tramposas lo demuestran. ¿Bastará una expropiación masiva para resolver el problema? Si así fuera, mejor apuntarnos en el batallón Robespierre. Tres gentes alcanzan para el tribunal revolucionario y que un cuarto opere la guillotina. Sí, la élite debe ponerse al día y debe hacerlo ya, pero temo que la cosa es más complicada e involucra un espejo.
Convenimos, confío, en que no son los más pobres los deudores del Estado. Ya hoy pagan impuestos indirectos, que pesan más sobre sus bajos ingresos que sobre los nuestros. Una y otra vez aparecen como argumento de por qué no debemos pagar hasta que se mejore la gestión de los fondos públicos, pero ya hoy sobreviven sin servicios. Son los acreedores de una gigantesca deuda social, largamente acumulada.
Eso nos deja a nosotros, la vocal y quejumbrosa clase media, los urbanos, los profesionales, los independientes, los empleados, los gerentes medios, los médicos. Temo que, en esta historia de una élite que no quiso poner su parte y tampoco pudo liderar el cambio, nosotros terminamos comprando sus argumentos, haciéndonos sus paradójicos voceros. A pesar de ser una de sus víctimas. A pesar de ser nosotros los que ganamos el dinero para la computadora, el acceso a Internet y el tiempo para escribir, leer y comentar en Plaza Pública. A pesar de sentarnos con los amigos a discutir la cuestión nacional en casa o en restaurantes, en torno a una mesa bien aderezada. Podría despotricar contra la élite —ya lo he hecho bastante y con frecuencia—, pero me temo que aquí hay un dilema inescapable, una responsabilidad no asumida, un sacrificio desagradable pero necesario. Ante una élite cobarde y un pueblo pobre, superar el dilema, dar el primer paso, pagar el piso de plaza de la civilización ya podría ser una causa digna para nuestra redención.