Tag: sociedad

  • Élites sí, elitistas no

    En una democracia madura, la riqueza no es fuente de derecho. Más aún, en un marco ético progresista, la riqueza es causal de responsabilidad.
    Atribuye el Nuevo Testamento a Jesús palabras que dicen que “a los pobres siempre los tendréis con vosotros” (Juan 12:8). Lo que la cita no dice pero insinúa, es que a los ricos también los tendremos siempre con nosotros.

    Esta observación obvia esconde la peculiar dinámica que subyace a cualquier economía: tener recursos hace más fácil obtener más riqueza, y su ausencia lo dificulta. Por ello, la distribución de la riqueza en la sociedad tiende a estabilizarse de forma que unos pocos tienen mucho, y muchos otros tienen solo poco. Esto tiene implicaciones importantes al considerar las necesidades de redistribución, pero dejemos este punto a un lado, aunque sea importante.

    Parto aquí de un hecho sencillo: a menos que queramos embarcarnos en la insensatez de algunos comunismos utópicos –y francamente Guatemala no da señas de estar ni cerca de ello– tenemos ricos para rato. Centrémonos en vez en pensar acerca de esos ricos: los pocos, los afortunados, los que en verdad existen en Guatemala, y su relación con la sociedad.

    En semanas recientes hemos visto en medios y redes sociales una creciente disposición a discutir el lugar de las élites en Guatemala y sus vinculaciones con otras clases sociales. La reforma fiscal, el incidente Pepsi-Arjona-Espacio Intergeneracional, el señalamiento de supuestos financiamientos de cooperación internacional a iniciativas “terroristas” y la marcha campesina antes de la Semana Santa. En todos, la opinión pública se decantó por definiciones de “buenos” y “malos” en función de su extracción social, y de las alianzas entre clases que ejemplifican. En estas dos semanas, el subir y bajar del termómetro de la blogosfera se marcó en torno al incidente Luna de Miel: competencia desleal donde las exigencias del público a los actores se pintan con matices clasistas, tanto para arriba -hay quienes ven natural que los empresarios pequeños deban alinearse con los grandes-, como para abajo -están los que sentencian que el empresario pequeño se debe a la clase media que le dio origen.

    En todos los casos, el debate tiene algunos temas recurrentes: ¿se le debe agradecimiento y lealtad al “sector productivo” por su contribución a la economía y la sociedad?, ¿son inherentemente justos los medios y las causas de los pobres? ¿Pesa la extracción social en el mérito que tienen los esfuerzos benéficos o de solidaridad social que emprenden las personas?, ¿se es intrínsecamente bueno o malo en función de la riqueza que se goza, o la pobreza que se sufre?

    Hará falta aún mucha tinta y mucha saliva para dar respuestas sensatas sobre estas y otras preguntas; y el silencio será mucho menos útil para ello que la crítica estridente. Sin embargo, algunas afirmaciones pueden hacerse ya. La primera es que, en una democracia madura, la riqueza no es fuente de derecho. Más aún, en un marco ético progresista, la riqueza es causal de responsabilidad. Por el lado negativo, porque el acceso a más recursos crea tentación y capacidad de usarlos mal, y esto debe vigilarse y controlarse. Por el lado positivo, porque la riqueza compromete con usar el privilegio para el bien de todos.

    Al hablar de los ricos, nos conviene reconocer que “élite” no es muy útil como término peyorativo, sino que sirve más como un descriptor de hecho. A la vez debemos rechazar con energía el elitismo, la manía trasnochada de pensar que quien cae bajo ese descriptor es mejor, tiene más derechos, o mayor dignidad que los demás.

    Original en Plaza Pública

  • Élites sí, elitistas no

    En una democracia madura, la riqueza no es fuente de derecho. Más aún, en un marco ético progresista, la riqueza es causal de responsabilidad.

    Atribuye el Nuevo Testamento a Jesús palabras que dicen que “a los pobres siempre los tendréis con vosotros” (Juan 12:8). Lo que la cita no dice pero insinúa, es que a los ricos también los tendremos siempre con nosotros.

    Esta observación obvia esconde la peculiar dinámica que subyace a cualquier economía: tener recursos hace más fácil obtener más riqueza, y su ausencia lo dificulta. Por ello, la distribución de la riqueza en la sociedad tiende a estabilizarse de forma que unos pocos tienen mucho, y muchos otros tienen solo poco. Esto tiene implicaciones importantes al considerar las necesidades de redistribución, pero dejemos este punto a un lado, aunque sea importante.

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  • Pobrecidio

    Así como hay una tarea importante de justicia material para con los pobres y las víctimas de la guerra, hay una crítica tarea de reformar nuestras maneras y nuestro lenguaje.
    A Don Álvaro, que ya para entonces pasaba de los 80 años, se le llenaron de lágrimas los ojos, al recordar lo que llegó a conocerse como la Masacre de La Cañada.
    –Llegaron unos quinientos, lo recuerdo como si fuera ayer. Estaba supervisando la reparación de mi Range Rover cuando nos sacaron a pura patada y culatazo. Nos llevaron por toda la calle. Habían botado la talanquera, y por la entrada de la garita nomás se veían los pies del guardia muerto, tirado en el piso. Nos juntaron a todos en la iglesia de San Judas Tadeo, tan bonita que era, redonda, allí en la novena calle, cerquita de la Avenida de las Américas. Ahora solo hay un baldío. Nos encerraron allí. Cuando al fin entendimos, ya le habían prendido fuego. No sé cómo logré salir por la ventana de la sacristía. Me voy a ir a la tumba con la imagen de los ojos del Johnny (¡su mamá siempre lo decía así, Yoni!), canchito. Todavía tenía puesto el uniforme, acababa de regresar del karate…

    Absurdo, ¿verdad? Sin embargo, la historieta quizá sirva para explotar aquella capacidad tan particular de los humanos –la empatía– y nos ayude a ponernos en los zapatos de otro, en el de las víctimas. Aún en campaña, el Presidente negó que en Guatemala hubiera habido genocidio. Démosle por un momento el beneficio de la duda, y supongamos que las masacres –ya constatadas más allá de la duda– no hayan tenido una dedicatoria étnica, y preguntémonos a quiénes sí alcanzaron.

    Durante la guerra, la muerte en masa, esa de fuego y anonimato de las víctimas, de fosa común y negación, fue aplicada con exclusividad a los pobres del campo. Mientras que personas de la clase media, e incluso algunos hijos de la élite fueron muertos uno por uno, o sufrieron la funesta “desaparición” por pertenecer a la guerrilla, incluso simplemente por señalar la injusticia, esto de morir amontonado fue solo para los pobres. Gente considerada tan distinta de quienes planearon los ataques, y de la clase media y alta que vivíamos en la ciudad de Guatemala, que a nuestros ojos habrían podido vivir en otro planeta.

    Justo antes de la Semana Santa me vino a la mente este pensamiento, cuando un colega compartió con indignación un mensaje de Twitter transmitido en referencia a la marcha campesina de esos días:

    “Caminata de campesinos se desplaza por el km 20, de la CA-9 norte, hacia la capital. / Malditos insectos”.

    No sería esta la primera vez que alguien usara el mote de insectos para denigrar la humanidad de otros. “Cucarachas” era el término que los genocidas aplicaron a sus víctimas Tutsi en Ruanda.

    Afortunadamente, lo nuestro no es un frenesí asesino, sino más bien los estertores ignorantes de una guerra que se resiste a terminar.

    En este contexto, el Presidente enfrenta una necesidad de corto plazo: asegurar la gobernabilidad. Esto incluye mantener tranquilos a los poderosos que dentro del Ejército sienten ya demasiado cerca la justicia, así sea sobre la cuestionable base de negar el genocidio para encontrar una salida jurídica. Sin embargo, a nosotros debe ocuparnos una consideración de más largo aliento: construir una sociedad más justa. Mientras él se ha dado el lujo de navegar cerquita de la injusticia, nosotros podemos ser más exigentes. Expresiones como la descrita deben ser señaladas como malignas, erradicarse de nuestro lenguaje y extirparse de nuestra conciencia. No a base de callar al que las usa, sino que señalando lo repugnantes que son.

    Es poco probable que los ya adultos enmienden las pulsiones que les hacen racistas y clasistas. Sin embargo, así como hay una tarea importante de justicia material para con los pobres y las víctimas de la guerra, hay una crítica tarea de reformar nuestras maneras y nuestro lenguaje. Le debemos a nuestros hijos y a los más jóvenes el crecer en una sociedad donde no haya –ni siquiera en nuestro lenguaje– un “otro” deshumanizado.
  • Abre tus ojos

    Como siempre, la libertad no ha sido gratuita.

    Desde la Antigüedad y por mucho tiempo fue incuestionable la autoridad del soberano. Generalmente ella se explicaba como una atribución divina y como un orden natural. El cuerpo tiene cabeza, tronco y extremidades, y el cuerpo social necesariamente debía tener cabeza en el monarca y pies en los peones. Cada uno en su lugar, cumpliendo su parte en el plan divino.

    Especialmente con el advenimiento de la modernidad esto comenzó a cambiar. Los grandes pensadores del Renacimiento se atrevieron a cuestionar la noción del orden natural. Sus ideas cristalizaron en una comprensión de la persona como sujeto que buscaba libremente su realización. Los últimos 300 años han consolidado el sentido de individualidad que ahora nosotros disfrutamos. Una a una cayeron las excusas que servían para excluir grupos de personas del goce de la libertad plena: sexo, origen, color y edad dejaron de ser razones para ser considerado objeto, en vez de individuo.

    Como siempre, la libertad no ha sido gratuita. En el medioevo había un trato: a cambio del tributo, la nobleza ofrecía protección a los vasallos ante las amenazas de otros nobles. Para fines prácticos era una extorsión a gran escala. Quitar poder al extorsionista sobre la vida de sus víctimas tomó mucho tiempo y mucho esfuerzo. Aún hoy vemos estas luchas de identidad en torno a la homosexualidad. Sin embargo, en todos los casos al ganarse la libertad individual, tocó a los individuos/ciudadanos reconocer que aquello que antes recibían automáticamente –como la protección del noble– ahora tendrían que procurárselo ellos mismos.

    Aunque la conquista básica –reconocer que el supuesto origen divino del soberano y el orden natural del poder no son sino patrañas– ya sucedió a nivel histórico, el dilema se recrea en cada sociedad, en cada generación, y en cada individuo. Es clásica ya la imagen de Neo, el héroe de The Matrix, que enfrenta una elección crítica: o escoge la cápsula azul y sigue su vida de inconsciencia feliz, o toma la cápsula roja y cobra una consciencia de la cual nunca podrá regresar. Hoy, como siempre, podemos vivir en una “matriz” de poder. La vida bajo las reglas de una sociedad –aún una tan endeble como la guatemalteca– nos evita tener que negociar cada acción que realizamos. Pero también nos atrapa.

    No hay que ser particularmente cínico para cuestionar la bondad de las instituciones que nos rodean. Estado, iglesias, empresas y familia, todos tienen su lado oscuro. No necesitamos aceptarlo todo, con una sonrisa, y además agradecerlo. No necesitamos celebrar nuestra sujeción, y esto no nos hace seres ingratos.

    La burguesía, esa que constituyeron artesanos y comerciantes en torno a los castillos feudales, cuestionó a la nobleza cuando su creciente riqueza y la tecnología les dieron la autonomía para hacerlo. En el proceso se fundó la sociedad capitalista moderna. Hoy sucede otro tanto. Desde los Indignados, pasando por el Occupy Wall Street, hasta los Cangrejos de Guatemala, tomamos consciencia de que el orden social que nos rodea no es necesario ni inevitable.

    Reconocer que ese entorno social y político es un invento contingente nos ayuda a encontrar los espacios a través de los cuales transformar y transformarnos. Guatemala está aún muy al margen de la historia. La combinación de ciudadanía incompleta, baja tecnología y pobreza significa que seguimos peleando batallas viejas, con armas viejas. Pero eso de ninguna forma significa que debamos ser ciegos.

    Original en Plaza Pública

  • El enroque: la universidad y la sociedad

    ¿Acaso el situado constitucional a la USAC, 5% del Presupuesto de la Nación, es un regalo a ojos cerrados?

    En Guatemala, hay instituciones que tienen estatus privilegiado. Son entes que vienen con escudo incorporado, como las iglesias o los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

    Al ser por definición intocables, quienes detentan su poder no necesitan explicar su privilegio. Simplemente apuntan a su estatus excepcional, y allí termina la discusión.

    El CACIF es uno de estos casos: no nos preguntamos por qué deba estar en tantas Juntas Directivas institucionales, simplemente así es. La universidad es otro caso. En torno a los incidentes violentos que ha experimentado en días recientes la USAC, la discusión con frecuencia termina en ideología, y en silencio. Por un lado están los neoliberales militantes, que la atacan nomás por su obsesión de sacar al Estado del radar social y de paso terminar de convertir la educación superior en otro mercadito más. Por el otro están los que blanden lugares comunes como argumentos: “la tricentenaria”, como si la edad fuera razón suficiente y, por supuesto, la consabida “autonomía”.

    Quizá los tiempos estén maduros para una discusión más seria y sin tabús. Más gente comienza a ver a la cúpula empresarial como lo que es: un simple cartel que abusa su posición de ventaja. El fisco –que es del conjunto de la sociedad– les comienza a quitar cancha, aunque sea un centímetro a la vez. Igual toca cuestionar la forma en que abordamos como sociedad la educación superior. La autonomía universitaria es una conquista social. Como tal es a la vez una concesión del Estado a una institución en lo particular. Al haber degenerado esa concesión en patente de corso para toda suerte de desmanes, tenemos los ciudadanos el derecho de revisar –tanto en el sentido de examinar con atención, como en el de replantear y modificar–, los términos de la concesión.

    En materia de interés público, como sin duda lo es la educación superior, incluso los proveedores privados deben sujetarse a la regulación del Estado. Cuánto más en el caso de la universidad pública. Esto no es una autorización para invadir la autonomía necesaria para cumplir con su responsabilidad. Por la misma razón debe el Estado activamente garantizar la libertad académica en toda universidad, privada o pública. Más bien, es exigir que se cumplan los términos de la promesa de la universidad a la sociedad. ¿Acaso el situado constitucional a la USAC, 5% del Presupuesto de la Nación, es un regalo a ojos cerrados?

    Seguramente hay formas para inducir cambios. Va un ejemplo sacado de la manga: en vez de una universidad única, podríamos tener un sistema de universidades públicas regionales, que compitieran entre ellas por los estudiantes. El situado constitucional se distribuiría entre ellas en función del volumen de su matrícula u otros criterios, como el volumen de la población regional o la producción de graduandos. Todas se verían obligadas a crear cambios para atraer estudiantes, que ya saben reconocer la calidad cuando se les da la información, y la oportunidad.

    Esto, como cualquier otro cambio de fondo, sería un asunto de reforma constitucional, y aquí nos topamos con un importante escollo. Reformar la universidad es responsabilidad de la comunidad universitaria, pero sus líderes carecen de los incentivos. Exigir una reforma es potestad del Congreso, como representación de la ciudadanía, pero el Legislativo es, literalmente, una cueva de ladrones. ¿Cómo conseguir buenos resultados con malas piezas?

    Sirve aquí el concepto del enroque, que en el ajedrez permite mover al rey y a una de las torres, en una sola jugada. Dos posiciones malas sí pueden dar resultados positivos, cuando los intereses de cada uno se contradicen lo suficiente como para obligar a todos a ceder terreno. Por ejemplo, sabemos que la reforma del sistema de partidos políticos es urgente, pero no conviene a los legisladores. Una reforma universitaria que descentralizara el financiamiento y la gestión de la universidad podría ser un atractivo incentivo a la base de poder de los diputados distritales (los que no vivan del narco, dicho sea de paso).

    Quizá lo que toque, en vez de buscar reformas únicas y monotemáticas en la Constitución, las leyes y las instituciones del país, sea buscar reformas aparejadas. Vale la pena hacer el judo político, más suave pero más eficaz, que compense el interés de los diputados distritales con la oferta de llevar la universidad al nivel local. Vale la pena quizá dejar de ser miopes, reunir reformadores universitarios con reformadores políticos, y hacer frente común.

    Original en Plaza Pública

  • Ser ciudadanos es hablar y actuar

    La dinámica básica de la democracia la establecen el derecho y la irrenunciable necesidad de los ciudadanos de hablar entre ellos y con el poder.

    Por al menos cuatro décadas, Guillermo O’Donnell fue referente obligado para todo aquel que quisiera entender la administración pública y la burocracia en Latinoamérica. Ejemplar del académico que tiende puentes entre culturas, alternó entre la cátedra en universidades de los Estados Unidos, su natal Argentina y otros países de Sudamérica. Reflejo, por origen y temporalidad, de los retos y necesidades que impuso la historia de Latinoamérica en la segunda mitad del siglo veinte, experimentó el silencio de la dictadura, los dolores de crecimiento de la democratización, y las complicadas relaciones de odio-amor con la federación del Norte. sin embargo, mostró estar a la altura del reto para plantear en su ejercicio académico respuestas atinadas y nuevas y acuciosas preguntas.

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  • Educación para el trabajo: un camino sin señales

    La formación para la vida y para el trabajo no se contradicen, y asegurar la vinculación entre educación y trabajo no es un asunto solo de educadores.

    Hace años en la Calzada Roosevelt había un rótulo que decía: “a México frontera”. Estrictamente era cierto, pues de allí eventualmente se llegaría al vecino país. Sin embargo, muchas cosas tendrían que salir bien para que esa primera señal fuera útil.

    Igualmente hay una señal en camino a Occidente desde la Capital –creo que está en Cuatro Caminos– que más que rótulo, es un auténtico mapa. Una multitud de trazos hacen inútil su información al conductor, excepto si se detiene a la orilla de la carretera. Ni la vaguedad, ni el exceso impertinente permiten al viajero tomar decisiones. A veces el problema es que simplemente ¡no hay señales! Llegar a un destino específico exige suerte, pedir instrucciones en el camino y muchos virajes equivocados.

    Algo parecido enfrentan los jóvenes en Guatemala al querer formarse para el trabajo. Aquellos que tienen los recursos para acceder al diversificado y la universidad enfrentan un futuro laboral vago, confuso e incluso desconocido a los 14 o 15 años. Con frecuencia la elección de carrera se reduce a imitar a los padres: como papi es contador, la joven quiere estudiar economía, y el viaje se reduce a pedir consejo al que ya pasó antes por el mismo camino.

    Para otros la situación es más perversa. El trabajo obliga a escoger escuela o carrera simplemente por estar disponible por las noches o en fin de semana. Es como un capitalino que decida ir a Amatitlán en vez de la Antigua porque la Roosevelt está tapada, no porque tenga asuntos que tratar en aquel lugar.

    Luego están los que cursan algunas carreras por tradición. Víctimas ejemplares son la legión de abogados en ciernes, que pasan años en un limbo de requisitos, muchos sin perspectiva de graduarse jamás, dedicados a cualquier cosa menos la materia respectiva.

    Finalmente, son muchos los que escogen “carreras laborales de nombre simple” (médico, abogado, economista, psicólogo) que es como viajar solo a las cabeceras departamentales, habiendo tantos destinos que podrían dar más satisfacción y tener mejor mercado (técnico en salud rural, investigador en criminalística, asesor fiscal, investigador en neurociencia y tantos otras “carreras de nombre compuesto”), pero de las cuales se desconfía o que las universidades no ofrecen.

    El nuevo gobierno ha identificado la formación de los jóvenes como una prioridad, y lo es. El Ministerio de Educación se esfuerza por reducir el caos de los muchos “bachilleratos técnicos” que engañan con promesas de especialización precoz, y algunas universidades comienzan a ampliar y flexibilizar su oferta. Pero esto es apenas el principio.

    Ayudar a una nueva generación de jóvenes que se embarcan en la formación laboral exige darles señales claras sobre el camino a seguir. Necesitan información sobre tendencias en las empresas y la economía (en última instancia, la fuente de los empleos), para enriquecer sus aspiraciones y facilitarles la toma de decisiones. Es urgente revestir de calidad educativa y buena reputación las actividades profesionales no-académicas (desde plomería o mecánica hasta las carreras técnicas más alambicadas), y así evitar que tantos jóvenes se despeñen por la ilusión de ser “licenciados” en unos conocimientos que nunca aplicarán.

    Deben reducirse las barreras al acceso, flexibilizando más horarios y currículos en el diversificado y las carreras universitarias, ofreciendo becas, estipendios y créditos educativos; y las barreras a la permanencia, retirando requisitos onerosos e improductivos, como tantas tesis de licenciatura, que sin enriquecer el acervo investigativo garantizan que muchos cierren pénsum pero nunca se gradúen.

    Sobre todo, es necesario configurar claramente y garantizar los cursos de carrera que llevan al empleo formal o el emprendedurismo –esas combinaciones de bachillerato, curso técnico y pasantía que recorridas por un joven desde el básico desemboquen en empleo formal–; y fortalecer la orientación enfocada en el empleo a manos de asesores vocacionales, maestros y voluntarios que ayuden a los jóvenes a trazarse un curso de carrera para el empleo.

    La formación para la vida y para el trabajo no se contradicen, y asegurar la vinculación entre educación y trabajo no es un asunto solo de educadores, sino de desarrollo sostenible. No es responsabilidad exclusiva de un INTECAP, el Ministerio de Educación o las universidades; en esto debe involucrarse de lleno y temprano al empresariado (que no significa solo CACIF, pues hay muchos y muy variados empleadores en este país). La alianza público-privada en la educación va mucho más allá de pintar escuelas o financiar universidades. Empieza por comprometerse unos a dar una educación con calidad y otros a facilitar acceso al empleo decente. Es proponerse ambos sectores a tender una carretera ancha y bien señalizada entre la escuela y el trabajo.

    Original en Plaza Pública

  • ¿Para qué subir un volcán?

    ¿Volveremos a callar mientras otros deciden sobre una reforma urgente, pero de manera injusta?
    Diez y ocho mil gentes subieron el Volcán de Agua el 21 de enero, con el fin de “manifestarse en contra de la violencia que padece este país centroamericano”.

    Adopte por un momento el plan de bobo y pregúntese, ¿cómo evita la violencia el encaramarse en un promontorio de tierra?

    Por supuesto, a menos que los montañistas fueran los violentos, o la violencia estuviera en el volcán, la relación es más bien indirecta. Entonces, ¿para qué subir un volcán bajo estas circunstancias? Yo me atrevo a decir que es para hacer ejercicio. No el ejercicio obvio del cuerpo, que enfrenta la exigencia de dos kilómetros y pico de ascenso, sino el ejercicio del músculo moral, que nos dice que una causa justa bien vale un sacrificio. El ejercicio del músculo social, que nos muestra que en medio de todo, la clase media (no se engañe, esta es la que subió) es capaz de ponerse de acuerdo, organizar la logística, vencer la pereza y el inmovilismo y decir: aquí estoy, no me podrán ignorar.

    Pues bien, apenas dos semanas y media después de ir al gimnasio volcánico, yo le quiero sugerir que a esa clase media muy pronto le tocará mostrar si puede usar sus recién ejercitados músculos morales y sociales en cosas mayores. En los últimos días hemos visto al nuevo gobierno impulsar con decisión la impostergable reforma fiscal. Al fin, podríamos agregar. Esa será la buena causa que necesitará nuestro sacrificio, como ya señalan algunos, y yo me incluyo.

    Sin embargo, con decepción hemos visto también cómo la misma iniciativa, que exige sacrificio a la clase media urbana –profesionales y asalariados– amenaza con dejar sin mayor exigencia de sacrificio a las élites. “El PP apuñala a la clase media”, dice Gustavo Berganza sin más contemplaciones. En esta tierra de privilegio ello no es sorpresa, por supuesto. La pregunta clave es si esa clase media estará dispuesta a usar el músculo moral para afirmar que pagará su parte, pero también el músculo social para insistir en que no está dispuesta a subsidiar a una élite irresponsable.

    Sabiendo que nadie en su sano juicio abandona un privilegio a menos que se lo arranquen, ¿volveremos a callar mientras otros deciden sobre una reforma urgente, pero de manera injusta? Serán los actores de siempre el CACIF y algunos en el gobierno, quizá los maestros y sindicatos en la calle, ¿o asumiremos la clase media urbana un papel como ciudadanos?

    Diez y ocho mil personas subieron el volcán. Diez y ocho mil personas, en su mayoría jóvenes, que heredarán un fisco quebrado o sostenible, desigual o justo. ¿Cuántos ayudarán a decidir esto, subiendo el volcán del sacrificio que significa pagar impuestos? ¿Cuántos subirán el volcán que significa no callar, sino exigir a sus pares más acaudalados que también paguen su parte?

    Original en Plaza Pública.

  • Hoy pagamos el derecho de piso

    Yo les exijo que garanticen que los más ricos y privilegiados de nuestra sociedad también deban hacerse adultos y poner su parte en el bien común.

    Esto no le va a gustar, pero de todas formas se lo voy a decir. Hoy nos están apretando a los que más ganamos entre los asalariados y los profesionales con los cambios al ISR, y nos duele.

    ¡Claro que nos duele! Todos preferimos tener el dinero en el banco o a la mano, y decidir libremente para gastar hoy y aquí, en lo que queramos y cuando lo queramos.

    Sin embargo, no se engañe. Dinero contante y sonante no es prosperidad, si a cambio le toca poner a los hijos en un colegio privado –caro pero por lo menos bueno–, porque no hay escuelas públicas de calidad. Hoy le toca arriesgar la vida y la hacienda cada vez que sale a la calle, porque no hay policías profesionales. Entonces, ¿de qué sirve el dinero en la mano si el precio de tenerlo es una sociedad en harapos?

    Así que hoy nos está tocando a la clase media, a punta de legislación, hacernos adultos como ciudadanos contribuyentes, sí o sí. Ante ello es fuerte la tentación de responder con el tradicional, obtuso y manipulado “no a los impuestos”. Tras 50 años en que el CACIF nos ha metido con cuchara que lo que le conviene a los pocos le conviene a los muchos, esto nos sale muy natural. Sin embargo, sería perder una oportunidad dorada. Algo así como, habiendo cumplido los 18 años y pudiendo hacer cualquier cosa, escoger comportarnos como lo hacíamos a los siete. Así que, en vez de pedir el puré “Gerber” de un Estado mágico, que nos dé todo sin que nadie lo financie, mastiquemos las cuentas de lo que realmente toca hacer.

    Primero lo obvio: si vamos a pagar más, debemos exigir que se use mejor. Si me van a sacar más plata, yo de veras quiero ver esos policías (ojo, no soldados) patrullando calles, constituidos en servidores públicos, no en amenazantes mordelones. Si me van a sacar más plata, pues insisto en ver a todos los niños y niñas en la escuela aprendiendo, sin excusas. Si esperan mi conducta adulta como contribuyente, exijo políticas adultas. La universalización de la protección a la salud sería un buen comienzo. En suma: en la dimensión de Estado como servicio, si me van a hacer pagar más, insisto en recibir mejor servicio.

    Ahora bien, la oportunidad que le pinto tiene otra dimensión, aún más importante. El Estado no es simplemente un servicio que compramos al dar nuestro dinero al fisco. Oliver Wendell Holmes lo dijo de forma precisa: los impuestos son el precio que pagamos por una sociedad civilizada. Esto tiene al menos dos implicaciones importantes. Primero, la de la solidaridad. Si los guatemaltecos somos tan buenos y tan amables como nos gusta creer (“qué gusto verlo”, “¿en qué le puedo servir?”, “cuente conmigo”), debemos mostrarlo con hechos. No la limosna dada con asco al estar parados en un semáforo, sino la contribución constante y significativa para dar oportunidades y medios a los más pobres, que en esta patria son muchos. Esto es, más que una necesidad práctica, una obligación moral y una responsabilidad de ciudadanía.

    La segunda implicación tiene que ver con la equidad y la justicia: si unos vamos a pagar, esperamos que otros que tienen más, igualmente contribuyan más. Aquí es donde a nuestra clase media, a la que hoy se le está pidiendo más dinero, le toca tornarse adulta como actor político, ¡y actuar! Otto Pérez Molina me pide compromiso, y Pavel Centeno, su Ministro de Finanzas, correctamente lo traduce en que los impuestos se llaman así porque se imponen. Entonces, yo les exijo a ambos, con nombre y apellido, que igualmente garanticen que los más ricos y privilegiados de nuestra sociedad también deban hacerse adultos y poner su parte en el bien común. Quiero ver a mis mandatarios y mis representantes reflejar los intereses de la mayoría y rechazar las componendas, no importa cuántas sean las deudas de campaña que ellos contrajeron, no yo.

    ¿Se apunta usted a pedir lo mismo? Esto no es lucha de clases, es mayoría de edad ciudadana.

    Original en Plaza Pública

  • El Discurso (II)

    Primera parte

    Tercera parte (final)

    Tres grandes pactos

    Tenemos razones para ser cínicos al respecto de los pactos.

    Luego de establecer sus principales objetivos y sus principales retos, quiso el Presidente explicar cómo conseguirá el “profundo cambio estructural” que ofreció.

    Planteó para eso tres pactos: un pacto por la paz, la seguridad y la justicia; un pacto contra el hambre; y un pacto por el desarrollo económico y el ordenamiento fiscal. El pacto de paz, seguridad y justicia, es un compendio exhaustivo de acciones ancladas en su más clara oferta de campaña: el combate a la delincuencia. Enfocado en una reforma policial y de inteligencia que ofrece imbricar más al ejército en la seguridad civil, sin embargo extendió el Presidente el concepto hasta comprender la seguridad contra el hambre -aunque volvería luego sobre el tema- y la prevención de desastres. Quizá la oferta más llamativa, aunque ambigua se dió cuando indicó estar dispuesto “a hacer cualquier sacrificio para defender la vida de todos los guatemaltecos y guatemaltecas” (cursivas mías).”

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