Tag: reconciliación

  • Ésta es la hora de ser grandes

    El 10 de mayo se ha abierto la puerta para los que quieran tender puentes y hacer cosas mejores.

    Fue un 10 de mayo que sucedió el portento. Hace 19 años, Nelson Mandela tomó juramento como primer presidente negro de una Sudáfrica democrática.

    La coincidencia es propicia para iluminar lo que vivimos en Guatemala la semana pasada. La historia del pueblo sudafricano y su grandeza obligan a la reflexión.

    Como escribiera Mandela en su calendario de cárcel el lejano 2 de junio de 1979, “en un país enfermo, cada paso a la salud es un insulto para quienes viven de su enfermedad”. El juicio y los veredictos que dio el Tribunal el viernes pasado no son apenas problema, sino más bien muestran los retos de fondo: una sociedad desigual, un Estado injusto, una herida no sanada, gente atroz que hoy bajo amenaza se lanza desesperada al ataque.

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  • Por qué no podemos callar

    La humanidad ha llegado a concluir que hay castigos −como la tortura− que no se justifican en ningún caso, y que quedan proscritos para todos, no importa lo que se haya hecho.

    Supondré que usted apoya a los generales en el juicio por una cuestión de principios. Supondré que usted no se opone al juicio porque tenga miedo que si los generales pierden, el siguiente en la lista será usted.

    Supondré que honestamente piensa que andar con la bulla del genocidio y el juicio es en el mejor de los casos un error que dañará la “paz política”; o malintencionada conspiración de ex-guerrilleros en el peor. Pero aun así le digo: debiera estar insistiendo en que se oiga completa la causa de los ixiles.

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  • No es igual la muerte

    Ante el hecho universal de la maldad de la muerte causada, son la forma y diversidad las que marcan las gradaciones morales.

    Matar es malo. No importa quién lo haga, ni a quién. Con independencia de las creencias sobre un más allá, usted, yo y la vecina solo tenemos garantía de contar con esta vida. Ninguno –ni el Papa– tenemos garantías del más allá.

    Es por ello que cada uno nos rifamos todo en las pocas o muchas décadas que tenemos: el creyente apuesta a juntar créditos en la economía divina; el justo a hacer bien, el egoísta a sacar provecho mientras puede. Matar es tan malo, porque en nuestra factura dice: “por concepto de una sola vida”, y la muerte nos roba ese bien insustituible.

    Dejemos este punto a un lado y preguntemos acerca de las formas, los momentos y las razones de la muerte. Es aquí que el universal “matar es malo” comienza a matizarse. En Guatemala, los 36 años de guerra causaron muerte a gente muy diversa: unos soldados, otros oficiales, algunos del ejército, otros de la guerrilla. Hubo también civiles: algunos apoyaban por las buenas o por las malas a los combatientes –miembros de las PAC, apoyos de la guerrilla– y otros simplemente estuvieron en el lugar equivocado a la hora equivocada.

    En la guerra, la muerte llegó por razones muy distintas. Algunos soldados murieron en batalla de un tiro que pudo pegarle a cualquier otro. Algunas fueron víctimas del cálculo deliberado. Asesinar a un embajador, “desaparecer” a un líder sindical, más que actos de muerte (malos de por sí, no me cansaré de repetir), servían para escribir mensajes con sangre. A veces las razones fueron evidentes: destruir al contrincante; otras solapadas, incluso falsas: matar en nombre de la ideología para apropiarse de los bienes ajenos, quizá cobrar una revancha personal.

    Muy diversos fueron también los perpetradores. Obvios agentes de muerte fueron los soldados. Más sutiles matadores, los oficiales que diseñaban estrategias y dirigían tácticas, aunque su voluntad desencadenaba muchas más víctimas. Se contaron también los que actuaron “en caliente”, cuando la opción era dar muerte o morir en combate; y la frialdad del torturador, que ejecutó con detenimiento.

    Finalmente, la muerte se presentó con una terrible variedad. Mientras algunos sufrieron –o quizá gozaron– la muerte rápida de un tiro certero, para otros la agonía se alargó en una herida fatal. Peor aún, en algunos el dolor precedió largamente a la muerte: el dolor violento de la tortura al cuerpo, el dolor terrible de ver destruidas la familia y las esperanzas; la angustia de saber que, cuando llegara la muerte como alivio, no quedaría nada ni nadie para recordar, porque los demás habrían muerto también.

    Ante el hecho básico y universal de la maldad de la muerte causada, son la forma y diversidad las que marcan las gradaciones morales. Cuesta poco excusar al soldado que mata desde la distancia a un enemigo impersonal, pues a eso le han mandado. Pintamos de gloria la muerte del combatiente que empuña un arma y por ello cae ante un contrincante igualmente armado.

    Por el contrario, nos duele la muerte de quien no la ha buscado y no se ha podido defender. Nos espanta el dolor prolongado de la víctima, más nos horroriza el cuidado del torturador, y nos escandaliza cuando alguien mata a un gran número.

    En morir todos somos iguales. Es en la terrible variedad de actores, víctimas, formas y circunstancias que se marcan las diferencias al juzgar al perpetrador. Cuando las condiciones se acumulan –matar a sangre fría, matar al desarmado, prolongar la agonía, matar la esperanza más que sólo el cuerpo, y matar habiendo sido encargado de defender a la víctima– es imposible hablar de una muerte más.

    Todas las muertes durante la guerra fueron malas, y todos los muertos merecen memoria. Pero no todas las muertes fueron iguales. Matar no está bien, pero matar mal es peor. Es por ello que los militares responsables de las masacres reciben hoy una especial y justificada primera atención. Ellos fueron encargados de defender a los guatemaltecos. Quienes entre ellos causaron muerte con deliberación a numerosos ciudadanos desarmados, procurando su mayor dolor y la pérdida de toda esperanza, escogieron abrir una brecha insalvable entre esas muertes y cualquier otra. Es esa brecha la que reclama justicia, no revancha. Restituir la igualdad ante la muerte le urge a nuestra patria. Le urge para construir un presente y un futuro en que podamos decir con firmeza, y sobre todo con certeza: nunca más.

    Original en Plaza Pública

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