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  • Al oído de Vinicio Cerezo: sin más dinero esto no se enderezará

    A ese paso no importa cuánto usted mejore la eficiencia de lo que tiene y haga mejor lo que ya hace. Si le faltan los insumos clave, igual tendrá que gastar más para comprar esas cosas que hoy no tiene o simplemente estará perdiendo el tiempo.

    La mujer le pide al marido para el gasto: los niños tienen hambre y necesita plata para comprar comida. El marido responde que no. ¿Por qué habría de darle más dinero, argumenta, si es obvio que ella no sabe ni siquiera alimentar a los chicos con lo que le da?

    Tal es la perversa paradoja que enfrenta Guatemala en materia de gasto educativo. Los malos indicadores dan la excusa perfecta para quienes dicen que primero hay que mejorar la eficiencia y que ya luego podremos mejorar el volumen del gasto. Otro tanto abonan estupideces como comprar trompos promocionales sobrevalorados, que estropean aún más cualquier argumento en pro de la urgencia de invertir más en educación. Pero igual no quitan el problema.

    La creciente evidencia sugiere que, por debajo de un umbral mínimo —del que no estamos ni siquiera a distancia razonable—, el volumen del gasto en educación y el desempeño que se obtiene sí se relacionan: mientras más se gasta, mejor desempeño se obtiene. Así lo reportan en un reciente estudio Emiliana Vega, jefa de la División de Educación del Banco Interamericano de Desarrollo, y su coautora Chelsea Coffin.

    Vega y Coffin examinaron los datos del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA, por sus siglas en inglés), la prueba internacional a la que Guatemala se sumó en 2015 y que se aplicará a los estudiantes por primera vez en 2017. Usando el desempeño en matemáticas en la secundaria como trazador, encontraron que, mientras no se llegue a un umbral de $8 000 por estudiante al año (en paridad de poder adquisitivo en dólares —$PPP—, 2010), más dinero por estudiante sí se traduce en mejor desempeño. Para ponernos en contexto, en 2013 Guatemala gastó $395.80 (en $PPP, 2011) por estudiante.

    A los dichosos que ya están arriba de los $8 000 por estudiante al año —como Bélgica, Francia, Gran Bretaña, Finlandia, Japón, Catar y otros así— sí les urge contraponer eficiencia a volumen de gasto. Los demás, como nosotros, no tenemos nada que ver con esa liga y sus problemas.

    Explico por qué. Los trompos son una muestra de muy mal juicio, cuando no de corrupción insolente que exige ser perseguida judicialmente. Pero son una lágrima en el mar. Mientras tanto, el Ministerio de Educación no tiene un centavo, ¡ni un centavo!, en su presupuesto[1] para comprar libros de texto para la secundaria. Tampoco tiene más que centavos para poner asesoría pedagógica suficiente y en todos los grados. Ni para mantener en el ciclo básico a todos los egresados de la primaria. Y la lista de faltantes crece. A ese paso no importa cuánto usted mejore la eficiencia de lo que tiene y haga mejor lo que ya hace. Si le faltan los insumos clave, igual tendrá que gastar más para comprar esas cosas que hoy no tiene o simplemente estará perdiendo el tiempo. Es como sacarle brillo al carro cuando no tiene para la gasolina. Y los textos que alimentan los cerebros de los chicos, que son la gasolina de este carro, cuestan mucho, muchísimo más que una pendeja colección de trompos o que la eficiencia pírrica que le va a sacar al Mineduc. Y la asesoría pedagógica, que es como el piloto del auto, cuesta dinero en serio, no bagatelas. Y lo mismo pasa con todo lo demás que falta porque no tiene renglón en el presupuesto, más aún porque no hay plata para pagarlo.

    Así pues, ahora que estamos a las puertas de la gran feria de la propuesta que es la séptima edición del Foro Regional Esquipulas, lleve este encargo mío a la mesa del debate, al corrillo y a la charla del café: nos urge más plata para la educación. No los ahorros de la cancelación de un contrato espurio por unos trompos idiotas, sino la plata voluminosa, la que hoy gastamos en militares rateros y minas tóxicas, el dinero que por cientos de millones se escurre por el tragante de la evasión de impuestos y por el contubernio entre gobernantes corruptos y empresarios. Yo quiero ver en el presupuesto el dinero en serio, que nos dolerá pagar, pero que es indispensable para que los niños y las niñas[2] pasen más tiempo, mucho tiempo, todo el tiempo, aprendiendo a leer, escribir, contar y pensar.

     


    [1] Esto, aparte de un préstamo del Banco Mundial que incluye textos para la Telesecundaria. Encima, me cuentan que con ese préstamo se han comprado materiales que no corresponden a la metodología de dicha modalidad educativa. A veces no entiendo por qué no tengo a mano la navaja para cortarme las venas.

    [2] Supongo que también ya se dio cuenta de que, en este país machista, un trompo es un juguete solo para los varones, ¿verdad? Hoy sí alcánceme esa navaja.

    Original en Plaza Pública

  • A nadie le gusta perder amigos

    El objeto del ejercicio político no es mantenerse puro, por mucho que guste, sino asegurar que los propios alcancen el poder del Estado.

    ¡Pero cómo pasa el tiempo, usté! Expresión al ver que se nos ha ido ya medio año. Bien podrían estar usándola estos días en el gabinete de Jimmy Morales.

    En efecto, ya pasó (o se le fue) un octavo del tiempo que tenía este gobierno para hacer algo, bueno o malo. Se acabó hasta la luna de miel más generosa, y el gobernante ha demostrado ser lo que se esperaba: no tan malo como el anterior, incapaz de escapar de la pacatería social y política de su origen clasemediero, con algunos funcionarios buenos y también con gente muy oscura a su alrededor. Tranquiliza la estabilidad económica, usual en este país de ultraconservadurismo monetario, y preocupa el resurgimiento militar.

    Contra ese trasfondo de ni modo, aquí vamos, cada vez más gente pregunta, desde espacios políticos, en columnas de opinión, en redes sociales y en debates de los movimientos sociales, ¿ahora para dónde?, ¿qué sigue?

    La pregunta crítica nunca fue qué han de hacer Jimmy Morales y su gabinete. Su tarea era clara y la están desempeñando: mantener el rumbo conservador, sin sobresaltos, evitando que el tren se descarrile. La reciente victoria —que lo es— en materia del malhadado impulso por sacar a desfilar al Ejército sirve para subrayarlo: la máquina prueba los límites y ajusta para mantener la estabilidad. Ni tanto que queme al santo, etcétera.

    ¿Dónde está, entonces, la agenda? Seguramente no está en el Ejecutivo ni en la élite empresarial contenta con que se minimicen los daños al statu quo. El Ejército apenas intenta recuperar terreno mientras la Embajada y sus amigos se enfocan en tachar pendientes en la agenda narcomigraeconómica.

    Puestos contra esta pared del business as usual, sospecho, no queda más que seguir en el trabajo aburrido, en el tejido de relaciones y acuerdos entre gente lo suficientemente parecida para querer el mismo bien, aunque sean distintos en esas dicotomías que han hendido toda nuestra historia: urbano-rural, pobre-rico, indígena-mestizo, izquierda-derecha, gay-hétero, militar-civil, y así en todo. Toca amarrar la secular resistencia indígena con la persistente indignación urbana. Toca insertar el interés clasemediero como puente entre la miseria rural y urbana y el impulso comercial de algunos en la élite económica. Toca encontrar un lenguaje conciliador para que el machista miedoso que llevan dentro la mayoría de los chapines —élite, clasemedieros, indígenas y mestizos por igual— no huya horrorizado cuando descubra que el amor no es heterosexual por definición y menos por necesidad. Toca encontrar la moderación como virtud política ante los extremismos que se alían para reventarlo todo en mil pedazos.

    El problema es que el impulso extremista pareciera ser parte de lo que nos define como sociedad política. Hipócrita, traidor, solapado, cobarde: no tardan los epítetos de los amigos cuando alguien propone postergar la agenda radical en favor de la conciliación táctica. Al empresario de élite que tiende puentes, sus iguales lo condenan por acercarse a los manidos comunistas. Al activista progre no le hacen falta enemigos. Apenas se aparta de la estrecha senda radical, son los de su propio bando los primeros que lo descalifican: por su historia, por su extracción social, por la impureza de sus intenciones.

    Sin embargo, el objeto del ejercicio político (y sí, esto es político aun cuando no sea partidista) no es mantenerse puro, por mucho que guste, sino asegurar que los propios alcancen el poder del Estado. Entendamos: sin poder no se hará nada, ni bueno ni malo. Con poder se hace cualquier cosa, incluso lo malo —que no tiene nada de nuevo—. Conseguir ese poder pone una agenda con dos tácticas: por una parte, debilitar el mal poderoso; por la otra, fortalecer el poder del bien.

    Debilitar el mal poderoso es algo que ya emprendieron el MP y la Cicig. Hasta la Embajada de los Estados Unidos está en eso por sus propias razones. Y por ahora persisten en ello. Pero solo alcanza a quienes sean perseguibles. ¿Cómo disciplinar a los pícaros dentro del Congreso, en las instituciones, en las empresas, en los Gobiernos municipales, en la propia sociedad? Solo la ciudadanía llega allí.

    Fortalecer el poder del bien significa, primero, trabajar con gente que nos pone incómodos. Significa ganar adeptos. Hacerlo exige encontrar temas de consenso y, lo más difícil, dejar de lado temporalmente temas importantes, algunos puntos de agenda que prioriza cada uno, pero que no comparten todos. Quizá hasta se pierdan amigos —ojalá que no—, pero nadie dijo que la política —ni siquiera la mejor intencionada— sea bonita.

    Original en Plaza Pública

  • Bréxito y fracasEU

    A veces hace falta desmantelar lo que hay, pero ello no excusa que luego tendrá que construirse algo igual o superior.

    Hoy le tocó al Reino Unido decantarse por la salida (literalmente) fácil. Ganó irónicamente la parte de su electorado que más sufrirá las consecuencias.

    Ante el egoísmo de una globalización que institucionalizó el privilegio financiero, ante la miopía de la burocracia europea, distante y acomodada, venció el bando del a la mierda con todo. Se desató la gente en los condados más marginados, la que se asusta con el cambio, la que más se altera cuando ve que entre la homogeneidad de sus pieles rosadas también hay algunas morenas.

    Se entiende, pues siempre es más fácil decir no que decir sí. Cuando se dice no, toca a otro reaccionar. En cambio, decir sí es tener que explicarse: sí a qué, sí para qué, sí cómo. Demasiado trabajo para algunos, para muchos.

    Por eso es que no todos los éxitos son iguales ni todos los fracasos tampoco. Tener éxito en desencadenar una destrucción apenas exige dar paso a la entropía, abdicar del esfuerzo que exige contener la tendencia al desorden. Basta un día para revertir 55 años de trabajo. Mientras tanto, tener éxito en sostener una estructura apenas garantiza que habrá que seguir construyendo algo imperfecto y solo quizá mejorar cada día, sin respiro y para siempre.

    Para los líderes, quedarse en la Unión Europea era seguir en la lucha perpetua contra el monstruo de la UE, la deteriorante gestión de acuerdos con otra veintena de socios, aguantar la inflexibilidad alemana y la altanería francesa, negociar las apariencias de una migración que no se detendrá nunca. ¡Qué pereza! Mientras tanto, congraciarse con el electorado más conservador daba una salida rápida a los problemas de gestión del partido. «Vean ahí cómo salen del problema, que yo no estaré para cuando todo esto truene», parece haber sido la opción del primer ministro Cameron, quien, dicho sea de paso, hacía rato tenía resuelto su propio problema económico, Mossack Fonseca incluido.

    ¿Por qué nos importa a usted y a mí? Al fin, desde que la Gran Bretaña solucionó por su cuenta lo de Belice (sí, allí no hay nada más qué discutir, no sea iluso), para estas tierras ese reino no ha sido sino un cuco remoto que algunos políticos y militares rememoran en sus peores momentos. Espere, dirá el analista. Sale el Reino Unido de Europa, cae la bolsa, cae el precio de las propiedades, se redirigen las inversiones, baja la cooperación, se distraen los gringos, gana Trump, aumentan las deportaciones y, voilà, lo afecta a usted también. Cierto, pero así hasta el Big Bang cuenta hoy.

    Dejemos por un momento a los expertos con sus epiciclos, que eso va a tomar tiempo desentrañarlo, y aprendamos la lección más pedestre, una que usted y yo podemos aprovechar hoy, aquí, ya: siempre es más fácil romper que construir, es más fácil patear la hoguera que hacer fuego. Siempre es más fácil decir «quito mi bola» que tratar de encontrar mejores reglas para el juego.

    En la persistente lucha por la sobrevivencia y el progreso, siempre es más fácil ser conservador que reformista. Al conservador le basta con apuntalar el pasado, seguir como ya se fue, apuntar al interior, señalar como ya se es. ¿Para qué quitarse el sueño imaginando instituciones nuevas? ¿Para qué insistir, un día y otro, en que podríamos mejorar lo que tenemos cuando basta con dejarnos llevar por la marea, resignarnos a que las cosas se derrumben por su propio peso?

    Esto explica y compromete. Explica por qué a los de arriba les va mejor aun en medio del desastre: porque tienen recursos para sobrevivir. Compromete a los que dicen que quieren un mejor futuro, no importa el color de su persuasión política, porque rara vez bastará con destruir el viejo orden: siempre será necesario poner esfuerzo, mucho esfuerzo, en construir algo mejor.

    Así que sí. A veces hace falta desmantelar lo que hay, pero ello no excusa que luego tendrá que construirse algo igual o superior, lo que costará mucho trabajo, mucha planificación. Otras veces, las más, hará falta tomar lo que ya existe y mejorarlo poquito a poco. Eso no le gusta al caudillo revolucionario, pues no es sexi. Tampoco le gusta al conservador perezoso, ya que toma mucho trabajo.

    Original en Plaza Pública

  • Verdad, religión y ejército

    A partir de allí, «necesitamos Ejército» resulta más importante que aclarar para qué.

    La verdad es la materia prima de la religión. Para dar recomendaciones sobre cómo vivir, las religiones plantean explicaciones sobre cómo piensan que son los asuntos de los dioses y de nuestra relación con ellos.

    Hoy nos hemos acostumbrado a religiones que se quedan en asuntos del espíritu. Pero en el pasado pretendían también dar explicaciones sobre la realidad material. Obispos y teólogos opinaban sin empacho acerca de si la Tierra estaba en el centro del universo o no. Aún hoy algunas religiones procuran prescribir —a sangre y fuego si hace falta— el largo del pelo, lo que se puede comer, lo que se puede dibujar y hasta quién puede tener sexo con quién.

    Sin embargo, sobre todo a partir del siglo XVI en Europa, la ciencia destronó a la religión en los asuntos materiales por una sencilla razón: en este ámbito, las explicaciones de la ciencia funcionan mejor que las de la religión. A pesar de esta obviedad, algunos se resisten aún hoy. ¿Por qué?

    Véalo desde el punto de vista del eclesiástico o del teólogo. Especialmente las grandes religiones monoteístas han hecho una apuesta sobre la verdad: aseguran que les ha sido revelada. Cuando el principal insumo del negocio es la verdad venida del cielo, no puede uno darse el lujo de estar equivocado. Entonces, la religión —cualquier religión— se ve en la necesidad de tener razón por decreto sí o sí.

    Tomado ese paso, no queda más remedio que invertir el razonamiento y desarrollar cuentos de así fue: escogida la consecuencia, se buscan causas y explicaciones que casen sin importar lo que diga la evidencia. Cuando los datos no cuadran con la explicación, se desechan los datos porque el resultado deseado ya se tiene.

    Sin embargo, no seamos tan rápidos en señalar a la religión, que esta lógica de así fue no se da solo en debates sobre ángeles y libros sagrados. En otros ámbitos más inmediatos (y por ello quizá más graves) también se practica. Un tema en el que hoy se manifiesta esa lógica perversa, que confunde fines con explicaciones y desprecia datos, es el caso del Ejército en nuestro país. Hoy queda poca duda de que nos toca revisar y reformar nuestro Estado. Pero hay quienes, ante las preguntas esenciales —qué instituciones necesitamos, cómo deben ser, para qué nos sirven, por qué y cuáles ya no tienen sentido—, al llegar al caso del Ejército, abdican del uso de la razón. Parten entonces de la apuesta axiomática de que el Ejército es necesario sin más demostración de su necesidad, ignorando la evidencia en contra y desoyendo cualquier razonamiento al respecto.

    A partir de allí, «necesitamos Ejército» resulta más importante que aclarar para qué. Poco importa la obviedad de que es un pozo sin fondo que se traga los recursos del Estado mientras que a otros sectores les falta plata. Se ignora la evidencia investigativa y jurídica que demuestra incontestablemente el papel militar en atrocidades innombrables e injustificables durante la guerra. Aunque la institución militar siga sin admitir los crímenes. Más aún sin procesar ella misma a los responsables. Ignoran los que han tomado partido por el «necesitamos Ejército» el hecho constitucional y la evidencia práctica de que las tareas de seguridad interna corresponden a la Policía y aplauden que el Ejército usurpe funciones de otros sectores, por ejemplo construyendo mobiliario escolar. Ignoran que movilizar soldados para atender desastres naturales denota falta de planificación más que idoneidad.

    Llega esa lógica torcida incluso a extremos absurdos. Me argumentaba un conocido que debemos conservar el Ejército para participar en misiones internacionales de paz. Con saltos lógicos como ese, que deja tantos elementos sin conectar, sería también prioridad tener un equipo de investigación polar y exigir una silla en el Consejo Ártico.

    Hace poco más de tres siglos le tocó a la sociedad europea llegar a la adultez intelectual, admitir que las explicaciones hermosas pero imprecisas de la vieja religión no daban cuenta de los hechos, que las personas debían hacerse responsables de las consecuencias —negativas tanto como positivas— que desencadenó el pensamiento científico.

    Hoy enfrentamos aquí un reto similar. Como sociedad debemos llegar a la adultez ética y política, admitir que el Ejército, una institución orgánicamente imbricada en el viejo orden exclusivo, violento y corrupto, ya no tiene lugar razonable en la construcción de nuestro futuro. ¿Seremos suficientes los que estemos dispuestos a asumir esa adultez para insistir en su transformación radical, cuando no su desaparición, o tendremos que seguir, eternos aniñados, viviendo bajo su tutela y su opresión?

    Original en Plaza Pública

  • Ricotenango y Pobretenango

    El reto es que las élites —económica, social y urbana— nos acostumbramos a resolver la cosa a nuestro antojo, poniendo nuestras reglas, así sea caro e ineficiente.

    Se armó la de Troya con el más reciente jueves de Cicig. Otra veintena de capturas, seis más pendientes a nivel internacional. Ya no cabe la gente en el Mariscal Zavala.

    La novedad no es destapar el contubernio sistemático entre gobernantes corruptos y empresarios corruptores. La novedad es que hoy no quede excusa para negarlo, aunque algunos vean la tormenta y no se persignen: un banco más preocupado por su reputación que por poner distancia con los acusados. Un opinador oficioso que quiere restringir la libertad de expresión porque, hoy sí, la prensa muestra sin tapujos que arriba también hay vulgares ladrones.

    Se entiende la resistencia. La explicación llegó justo un día antes del tsunami judicial y le recomiendo leerla: es el miedo el motor más fuerte de la conducta de la élite económica. Ese sentimiento que paraliza, que hace apostar por el camino conocido aunque sea equivocado.

    Ya pasó la ola gigante (al menos la del jueves). Toca levantarse, sacar el agua y construir. Pero no bastará con limpiar la corrupción para volver a lo mismo. Los miembros de la élite que afirman tener voluntad de cambio deben demostrar hoy que son distintos. Ya no cabe aquí la vieja disciplina miedosa que no los ha dejado romper filas.

    Pero, para ser eficaces, tampoco bastará con denunciar. Hará falta saber qué cambiar. Yo le sugiero que el verdadero reto es deconstruir los dos medio Estados en que vivimos y crear uno solo que sea para todos. Me explico. Como Voldemort, rival de Harry Potter, parasitando el occipucio de Quirinus Quirrel, hoy tenemos dos Estados: Ricotenango, que sirve a los pocos, que sirve a la élite; y Pobretenango, que es para los demás.

    ¿No me cree? Valgan los ejemplos. Pobretenango pone los centenares de gente mal pagada y mal equipada que necesita la administración pública para operar. Los prepara en el INAP sin presupuesto, sofocado por la humareda del bulevar Los Próceres. Ni siquiera su sitio web funciona. Ricotenango forma sus propios funcionarios para su propio futuro, en su propia Escuela de Gobierno, pagada de su propio bolsillo y montada en su propio complejo comercial-domiciliar chilero.

    Pobretenango educa para el trabajo a la gran masa de estudiantes de secundaria que viven en las barriadas de la capital, en Villa Nueva y más allá. Los acomoda en el Belén y en el Imrich Fischmann, donde el Mineduc tiene años sin un centavo para libros de texto ni talleres, donde entre docentes y estudiantes ajustan para financiar su propia educación «pública, gratuita, laica y obligatoria». Ricotenango educa a nuestros hijos en sus colegios privados. Y si se trata de formar a nuestros empleados, allí está el Intecap. Chilero.

    Pobretenango entretiene a la masa, empleadas de hogar y policías privados, en la Plaza Central la tarde del domingo. Ricotenango entretiene a sus empleados en el Irtra. Y si son gerentes, mejor aún: pase a las posadas de pago extra. Chilero.

    Solo reconocemos la dicotomía cuando no alcanzan los dos Estados a soslayar los problemas: un aeropuerto de pobres sin aire acondicionado, vergüenza de la élite que regresa de Miami; una cárcel VIP que no alcanza para los hombres y nunca acomodó a las mujeres. Bienvenidos a la realidad.

    El reto es que las élites —económica, social y urbana— nos acostumbramos a resolver la cosa a nuestro antojo, poniendo nuestras reglas, así sea caro e ineficiente. Así toque aguantar el chantaje moral de donativos basados en no pagar impuestos. Así toque seguir tributando a Ricotenango (¿qué piensa que son las cuotas del Irtra, las del Intecap o los diezmos?). Luego no queremos contribuir también con Pobretenango y lo dejamos naufragar. Terminamos poniendo malas soluciones privadas a grandes necesidades públicas, así nos llamemos Gutiérrez, Luna o Alvarado.

    No se apure a señalar con el dedo, que no todo es malicia. Muchas veces es encontrar respuestas insatisfactorias a debilidades de 35 años de mala democracia, de 60 años de mala patria. Pero superar la cosecha de bribones que hoy recoge la Cicig exigirá también rebasar esas malas respuestas. Debemos superar el miedo de la élite. Esto exige romper el círculo vicioso de la desconfianza, esa desconfianza institucionalizada que dice que, si no resuelvo la cosa a mi modo y en privado, no pasará. Esto exige tomar un riesgo calculado, establecer mecanismos intermedios, pero apostar a un destino público y para todos, no privado y para algunos. Es comprometerse valientemente la élite con la transición en plazos específicos, hacia un Estado fuerte, hacia un fisco suficiente para mantenerlo, y luego ayudar a que suceda.

    Original en Plaza Pública

  • En calle de tierra, un carro con tres ruedas

    Entendamos que producir los mismos resultados de aprendizaje es más caro mientras más postergados estén los estudiantes. No más barato.

    Surge nuevamente el debate sobre el gasto educativo, y yo quiero contarle una historia. Usted vive en la capital y necesita un auto para trasladarse. ¿Qué compra? Aunque hay baches en las calles, la mayoría pueden sortearse sin dificultad. Un pequeño pichirilo alcanza.

    Ahora suponga que viaja en lo más rural del país. Hay lugares donde no entra ningún auto. Aun donde sí se llega, el acceso puede ser un camino retorcido de terracería. Cuando llueve, el lodazal amenaza a todos, excepto a los motores más potentes y a las llantas más grandes. Allí el pichirilo urbano resulta inservible y sería imprudente gastar en algo menos que un poderoso 4×4.

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  • Usted y yo somos el objetivo de desarrollo sostenible en educación

    Las metas del Objetivo de Desarrollo Sostenible 4 no hablan solo de alfabetismo, cobertura y sobrevivencia escolar. Piden calidad, aprendizaje, completar la secundaria, educar para el trabajo, la vida y la sostenibilidad ambiental. Piden docentes bien formados. Esto no va a pasar con el mismo dinero.

    Como quien no lo quiere, tras años de discusión, el viernes arrancará en Nueva York la cumbre mundial para adoptar los Objetivos de Desarrollo Sostenible.

    Diecisiete objetivos, 169 metas, 193 países apuntados a cumplir. Es fácil desesperar ante la diversidad de propósitos. Viendo la distancia, siempre injustificada, entre las metas y nuestro desempeño, es tentador decir que aquí no hay nada que hacer. ¿Cómo comerse semejante elefante? La respuesta es igual, como siempre: poquito a poco. Así que me fijo en un solo objetivo, educación. «Garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida para todos».

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  • Escapar del matadero: no al matrimonio infantil

    Quitemos ya, sin más rodeos, las inexcusables y arcaicas disposiciones del Código Civil, que afirman que las niñas se puedan casar antes (a los 14 años) que los niños (a los 16 años).

    Imagine que está en segundo Básico. El Universo se abre ante usted, en su mente. Aprende que hay distantes galaxias, cuya luz apenas comienza a llegarnos hoy. Aprende también que el Universo se extiende hasta lo más pequeño. De la mano de una buena maestra, se emociona conociendo su cuerpo: la sangre, la digestión, sus neuronas, cosas maravillosas que suceden apenas bajo su piel. «¡Cuando grande seré doctora, astrónomo, biólogo, arqueóloga!»

    Ahora imagine que una pesada puerta se cierra de golpe. La luz que empezaba a invadir su mente se apaga bruscamente. Hace días una persona mayor visitó a su papá. Conversaron largamente y al final se apretaron las manos. Qué acordaron, usted no sabe. Pero por esa conversación, hoy usted se casará con dicha persona. No sólo se apagó la luz, comienza a faltarle el aire. Sus padres hacen fiesta, pero usted no puede sino pensar en lo que pasará esta noche. Se irá con el desconocido, se acostarán en la misma cama, y le hará cosas a usted que no puede, no quiere imaginar. Y nunca más volverá a jugar, nunca más volverá a soñar sus propios sueños, a tomar sus propias decisiones.

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  • Un compromiso real: 180 días

    “Jornada escolar” no es una escuela sin llave. Jornada escolar sólo existe si tenemos juntos maestros y estudiantes, cinco horas, haciendo lo que toca: enseñar y aprender.

    Llega el fin del año, buen momento para pensar en el futuro. Hace apenas un mes, 37 personas firmaron un “Primer Acuerdo Nacional sobre Desarrollo Humano”.

    Entre políticos y “testigos de honor”[1] se comprometieron a mejorar la nutrición, la calidad educativa y las oportunidades para los jóvenes. Desde entonces ha pasado de todo. La Corte de Constitucionalidad revolvió más las aguas del río Montt, adquirimos deudas millonarias, nos aprobaron reformas que quizá transparenten la cosa pública y, para rematar, se armó un circo con el caso Siekavizza. Y yo le pido ¿recordar un pacto de políticos?

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  • Educación: ¿deporte extremo o maratón popular?

    Reconozcamos que el reto es para todos, aunque toque a una población diversa. Debemos primero cerrar las brechas de inequidad.

    Nuestra educación tiene problemas. El sistema prepara mal a la mayoría. Incluso quienes pagan más apenas alcanzan el promedio de sociedades más avanzadas. ¿Qué hacer?

    Sirva una metáfora de actualidad para encontrar soluciones: podemos concebir la educación como deporte extremo. Imagine al escalador, concentrado y solitario, que trepa como mosca por el acantilado. La preparación es minuciosa; el esfuerzo, descomunal. El error se paga muy caro, y el triunfo, cuando llega, es para uno solo. Una educación elitista da grandes recompensas a los más afortunados y talentosos. Pero solo a ellos.

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