Podemos pelearnos por las etiquetas, pero es un ejercicio vano.
Planteo aquí dos formas de ver las políticas públicas: o las juzgamos por su bondad (son buenas o malas en sí mismas), o las juzgamos por su eficacia (son buenas para algo). Ciertamente en política hay importantes asuntos morales: pocos negarían que aceptar mordidas o dejar que los niños mueran de hambre son asuntos de “bueno o malo”
A pesar de ello, partiendo de que la política pública busca maximizar el beneficio equitativo para la mayoría, muchos asuntos públicos son cuestiones de eficacia. Una propuesta puede ser mejor que otra para incrementar los ingresos, ejecutar obras públicas, combatir la pobreza o dar servicios de salud.
Sin embargo, con frecuencia atribuimos a nuestras propuestas una naturaleza moral, afirmando que son buenas solo porque sí, mientras tachamos de malas las de nuestros contrincantes. A veces esto es pura retórica: el candidato y el columnista por igual exageran la bondad de sus argumentos para ganar el debate. En el peor de los casos, nos creemos nuestras excusas, y atribuimos maldad intrínseca a propuestas que debieran evaluarse por sus resultados, no por sus intenciones y menos aún por sus orígenes. Le pongo un ejemplo dramático de nuestro pasado.
Hace casi seis décadas, el gobierno ejecutó lo que a juicio de los especialistas fue una reforma agraria exitosa en razón de sus logros: extendió la tenencia de la tierra, incrementó la productividad y disminuyó la inequidad, mientras la producción agrícola nacional no sufrió, sino más bien creció en los pocos años que operó.1 Como sabemos, la eficacia de estos resultados no fue materia del juicio que llevó a la intervención norteamericana, acabó con la reforma y desató los peores demonios en nuestra patria. Entre las críticas pesaron más la supuesta bondad o maldad intrínseca del gobernante y sus aliados comunistas, argumentos que se magnificaron en el marco estridente de la Guerra Fría.
Esta distinción entre moral y eficacia hoy resulta crítica para la nación. Estrenamos un gobierno liderado por un militar de la guerra, con un gabinete que incluye de todo: técnicos de izquierda y derecha, empresarios y militares. Es enorme la tentación de tomar este mapa de actores y redefinirlo en función de “los buenos” (los que piensan como yo) y “los malos” (los que no piensan como yo). Podemos pelearnos por las etiquetas –izquierda o derecha, progresista o conservador, revolucionario o reaccionario, liberal o libertario, usted escoja– pero ese es un ejercicio vano. Necesitamos evaluar al gobierno y sus agentes en función de su eficacia en maximizar el beneficio equitativo para la mayoría.
El Presidente, que como candidato pudo darse el lujo de hacer una campaña rica en publicidad y escasa en propuestas, no solo debe decirnos con precisión qué resultados obtendrá, sino explicar de forma creíble cómo los obtendrá. ¿Cómo fomentará la creación de nuevas empresas y el surgimiento de nuevos empresarios? ¿Cómo eliminará el hambre? ¿Cómo asegurará que todos los niños y niñas en la escuela aprendan a leer en los primeros grados? ¿Cómo conseguirá que los más ricos contribuyan más a los ingresos fiscales?
Por nuestra parte, los ciudadanos tenemos harta necesidad de vigilar y pedir cuentas. Los observatorios ciudadanos son una manera práctica de buscar resultados más que ideologías. Carlos Mendoza con su seguimiento a los indicadores de violencia ha mostrado el valor de la información y la importancia de predicar los análisis sobre datos, más que impresiones. A la vez debemos desconfiar de quienes moralicen la política pública con referencias al cielo o al infierno, o con etiquetas peyorativas (como “resentido” o “burgués” al hablar de política económica; “maligno” o “reaccionario” al hablar de políticas de población).
Esto de ninguna forma significa que debamos pasar por alto la moralidad de los actos en las figuras públicas. Cualquiera que en el gobierno sea responsable de crímenes de guerra debe responder por ello ante la justicia con indistinción de su cargo y color político, y los ciudadanos tenemos igualmente la obligación de exigir la justicia que los muertos no puedan pedir. Cualquiera que robe o se aproveche del erario nacional debe ser señalado y juzgado prontamente.
Al gobernante, a cada uno de sus ministros, debemos evaluarlos sobre dos condiciones particulares: que quieran el bien para la mayoría, y que sus propuestas funcionen.
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1 Ver: Gleijeses, Piero. (1991). La esperanza rota: La revolución guatemalteca y los Estados Unidos, 1944-1954, Editorial Universitaria, citando numerosas fuentes, incluyendo comunicaciones internas del Departamento de Estado y de la CIA –escasamente admiradores del régimen arbencista.
Original en Plaza Pública