Así como hay una tarea importante de justicia material para con los pobres y las víctimas de la guerra, hay una crítica tarea de reformar nuestras maneras y nuestro lenguaje.
A Don Álvaro, que ya para entonces pasaba de los 80 años, se le llenaron de lágrimas los ojos, al recordar lo que llegó a conocerse como la Masacre de La Cañada.
–Llegaron unos quinientos, lo recuerdo como si fuera ayer. Estaba supervisando la reparación de mi Range Rover cuando nos sacaron a pura patada y culatazo. Nos llevaron por toda la calle. Habían botado la talanquera, y por la entrada de la garita nomás se veían los pies del guardia muerto, tirado en el piso. Nos juntaron a todos en la iglesia de San Judas Tadeo, tan bonita que era, redonda, allí en la novena calle, cerquita de la Avenida de las Américas. Ahora solo hay un baldío. Nos encerraron allí. Cuando al fin entendimos, ya le habían prendido fuego. No sé cómo logré salir por la ventana de la sacristía. Me voy a ir a la tumba con la imagen de los ojos del Johnny (¡su mamá siempre lo decía así, Yoni!), canchito. Todavía tenía puesto el uniforme, acababa de regresar del karate…
Absurdo, ¿verdad? Sin embargo, la historieta quizá sirva para explotar aquella capacidad tan particular de los humanos –la empatía– y nos ayude a ponernos en los zapatos de otro, en el de las víctimas. Aún en campaña, el Presidente negó que en Guatemala hubiera habido genocidio. Démosle por un momento el beneficio de la duda, y supongamos que las masacres –ya constatadas más allá de la duda– no hayan tenido una dedicatoria étnica, y preguntémonos a quiénes sí alcanzaron.
Durante la guerra, la muerte en masa, esa de fuego y anonimato de las víctimas, de fosa común y negación, fue aplicada con exclusividad a los pobres del campo. Mientras que personas de la clase media, e incluso algunos hijos de la élite fueron muertos uno por uno, o sufrieron la funesta “desaparición” por pertenecer a la guerrilla, incluso simplemente por señalar la injusticia, esto de morir amontonado fue solo para los pobres. Gente considerada tan distinta de quienes planearon los ataques, y de la clase media y alta que vivíamos en la ciudad de Guatemala, que a nuestros ojos habrían podido vivir en otro planeta.
Justo antes de la Semana Santa me vino a la mente este pensamiento, cuando un colega compartió con indignación un mensaje de Twitter transmitido en referencia a la marcha campesina de esos días:
“Caminata de campesinos se desplaza por el km 20, de la CA-9 norte, hacia la capital. / Malditos insectos”.
No sería esta la primera vez que alguien usara el mote de insectos para denigrar la humanidad de otros. “Cucarachas” era el término que los genocidas aplicaron a sus víctimas Tutsi en Ruanda.
Afortunadamente, lo nuestro no es un frenesí asesino, sino más bien los estertores ignorantes de una guerra que se resiste a terminar.
En este contexto, el Presidente enfrenta una necesidad de corto plazo: asegurar la gobernabilidad. Esto incluye mantener tranquilos a los poderosos que dentro del Ejército sienten ya demasiado cerca la justicia, así sea sobre la cuestionable base de negar el genocidio para encontrar una salida jurídica. Sin embargo, a nosotros debe ocuparnos una consideración de más largo aliento: construir una sociedad más justa. Mientras él se ha dado el lujo de navegar cerquita de la injusticia, nosotros podemos ser más exigentes. Expresiones como la descrita deben ser señaladas como malignas, erradicarse de nuestro lenguaje y extirparse de nuestra conciencia. No a base de callar al que las usa, sino que señalando lo repugnantes que son.
Es poco probable que los ya adultos enmienden las pulsiones que les hacen racistas y clasistas. Sin embargo, así como hay una tarea importante de justicia material para con los pobres y las víctimas de la guerra, hay una crítica tarea de reformar nuestras maneras y nuestro lenguaje. Le debemos a nuestros hijos y a los más jóvenes el crecer en una sociedad donde no haya –ni siquiera en nuestro lenguaje– un “otro” deshumanizado.