Tag: ideología

  • Salir de la injusticia con pies alados

    Este héroe no apelará al linaje para explicar la obviedad de su triunfo; ni el color de su tez da razones tontas para justificar la necesidad de su logro.
    Descomunal logro del marchista de la aldea Chiyuc, que se coló entre tres atletas chinos, que parecían destinados a llevarse el oro, la plata y el bronce.Un hijo de pueblo, que no se dio por enterado cuando dijeron que el triunfo no era para él.

    Descaradamente me cuelgo de los pies alados de Erick Barrondo, cuando aún no se me pasa la alegría de ver al primer guatemalteco que gana una medalla olímpica, tras sesenta años de intentos, tras quince olimpiadas fallidas. Nadie podrá jamás quitar la victoria al atleta. Sin embargo es probable que el alegrón de multitud, que usted y yo sentimos, quede olvidado tan rápido como venga la siguiente crisis nacional. Por ello, urge aprender.

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  • Malos y Buenos

    Malos: los necios que dicen que el problema está en que los pobres no tienen acceso a tierra. Buenos: los que mejor reportan sobre el día de la madre que decir mucho sobre un municipio huehueteco. Si tan buenas que son las madrecitas.
    Buenos: los que se indignan porque se dude de Ricardo Arjona, ¡y encima tan lindos los paisajes de fondo de su anuncio!Malos: los que armaron Mi Familia Progresa, no tanto por corruptos, sino porque crean dependencia en los pobres. Malos: los académicos que cuestionan que el arte se use para vender gaseosas. Malos: los necios izquierdosos que siguen defendiendo a la shumada de manifestantes.

    Buenos: los que mancharon la cara de la estatua de don Tasso en la Sexta Avenida para expresar las demandas populares. Bueno: el alcalde de la capital, que le puso playeras verdes a los voluntarios que salieron a limpiar la Sexta después de que la mancharan los expresivos manifestantes.

    Buenos: los que ponen posts motivacionales en el Facebook. Buenos: los que cuestionan las investigaciones de la CICIG sobre el caso Rosenberg, aunque haya un montón de evidencia, porque nunca se sabe, usté. Bueno: el sector productivo que nos da de comer a todos, así que agradezcamos, y mejor si es con exenciones fiscales. Buenos: los que con puño firme llevan los destinos de la nación, así sea sin consultar.

    Malos: los mano-aguadas que con voz apagada dejan que en la prensa se diga cualquier cosa de ellos sin pagar violencia verbal con violencia física, por cobardes. Malos: los vividores de las ONG, que andan con plata extranjera metidos con los campesinos. Comunistas han de ser. Malos: los que no creen en Dios y les dicen a las jóvenes que usen anticonceptivos. Al infierno irán a parar por insinuar que tengan sexo.

    Buenos: los que saben que la solución de todos los problemas de la educación está en los colegios y universidades privadas. Buenos: los que defienden a la Tricentenaria Universidad de San Carlos, así nomás, por vieja. La autonomía es más importante que una pinche calidad académica. Buenos: los técnicos que no se meten en política, porque es más importante la institucionalidad que el cambio.

    Malos: los necios que dicen que el problema está en que los pobres no tienen acceso a tierra y medios de producción para salir de la pobreza. Ya quedó claro que aquí reforma agraria, nunca. Malos: los diplomáticos europeos metiches, y el presidente del Banco Mundial, que andan criticando lo que pasa aquí. Que no se metan. Al fin, razones tendremos los chapines para no decirlo.

    Malos: los que viven en un cañaveral, ante el engaño persistente de una empresa y la sordera del gobierno. ¡Péguenle fuego a sus champas! Malos: los que se abalanzan contra un destacamento militar, exasperados ante la intimidación de una empresa y la sordera del gobierno. ¡Cácenlos como animales, son peligrosos! Además, ni derechos tienen, ya nos lo aclaró la autoridad.

    Buenos: los que salen a poner orden en un pueblo desesperado. No con policía, sino con soldados. Buenos: los que dirigiendo periódicos, mejor reportan sobre el día de la madre que decir mucho sobre lo que pasa en un municipio huehueteco. Ay, si tan buenas que son las madrecitas.

    Malos los que critican, los que cuestionan, los que resisten; lo que no se conforman, los que quieren cambio. Buenos los que callan, los que no miran y no preguntan. Buenos los que aceptan y agradecen. ¿Entendió? Ahora vaya a postear la foto del perro en Facebook, y deje de hacer preguntas.

    Original en Plaza Pública

  • Élites sí, elitistas no

    En una democracia madura, la riqueza no es fuente de derecho. Más aún, en un marco ético progresista, la riqueza es causal de responsabilidad.
    Atribuye el Nuevo Testamento a Jesús palabras que dicen que “a los pobres siempre los tendréis con vosotros” (Juan 12:8). Lo que la cita no dice pero insinúa, es que a los ricos también los tendremos siempre con nosotros.

    Esta observación obvia esconde la peculiar dinámica que subyace a cualquier economía: tener recursos hace más fácil obtener más riqueza, y su ausencia lo dificulta. Por ello, la distribución de la riqueza en la sociedad tiende a estabilizarse de forma que unos pocos tienen mucho, y muchos otros tienen solo poco. Esto tiene implicaciones importantes al considerar las necesidades de redistribución, pero dejemos este punto a un lado, aunque sea importante.

    Parto aquí de un hecho sencillo: a menos que queramos embarcarnos en la insensatez de algunos comunismos utópicos –y francamente Guatemala no da señas de estar ni cerca de ello– tenemos ricos para rato. Centrémonos en vez en pensar acerca de esos ricos: los pocos, los afortunados, los que en verdad existen en Guatemala, y su relación con la sociedad.

    En semanas recientes hemos visto en medios y redes sociales una creciente disposición a discutir el lugar de las élites en Guatemala y sus vinculaciones con otras clases sociales. La reforma fiscal, el incidente Pepsi-Arjona-Espacio Intergeneracional, el señalamiento de supuestos financiamientos de cooperación internacional a iniciativas “terroristas” y la marcha campesina antes de la Semana Santa. En todos, la opinión pública se decantó por definiciones de “buenos” y “malos” en función de su extracción social, y de las alianzas entre clases que ejemplifican. En estas dos semanas, el subir y bajar del termómetro de la blogosfera se marcó en torno al incidente Luna de Miel: competencia desleal donde las exigencias del público a los actores se pintan con matices clasistas, tanto para arriba -hay quienes ven natural que los empresarios pequeños deban alinearse con los grandes-, como para abajo -están los que sentencian que el empresario pequeño se debe a la clase media que le dio origen.

    En todos los casos, el debate tiene algunos temas recurrentes: ¿se le debe agradecimiento y lealtad al “sector productivo” por su contribución a la economía y la sociedad?, ¿son inherentemente justos los medios y las causas de los pobres? ¿Pesa la extracción social en el mérito que tienen los esfuerzos benéficos o de solidaridad social que emprenden las personas?, ¿se es intrínsecamente bueno o malo en función de la riqueza que se goza, o la pobreza que se sufre?

    Hará falta aún mucha tinta y mucha saliva para dar respuestas sensatas sobre estas y otras preguntas; y el silencio será mucho menos útil para ello que la crítica estridente. Sin embargo, algunas afirmaciones pueden hacerse ya. La primera es que, en una democracia madura, la riqueza no es fuente de derecho. Más aún, en un marco ético progresista, la riqueza es causal de responsabilidad. Por el lado negativo, porque el acceso a más recursos crea tentación y capacidad de usarlos mal, y esto debe vigilarse y controlarse. Por el lado positivo, porque la riqueza compromete con usar el privilegio para el bien de todos.

    Al hablar de los ricos, nos conviene reconocer que “élite” no es muy útil como término peyorativo, sino que sirve más como un descriptor de hecho. A la vez debemos rechazar con energía el elitismo, la manía trasnochada de pensar que quien cae bajo ese descriptor es mejor, tiene más derechos, o mayor dignidad que los demás.

    Original en Plaza Pública

  • Abre tus ojos

    Como siempre, la libertad no ha sido gratuita.

    Desde la Antigüedad y por mucho tiempo fue incuestionable la autoridad del soberano. Generalmente ella se explicaba como una atribución divina y como un orden natural. El cuerpo tiene cabeza, tronco y extremidades, y el cuerpo social necesariamente debía tener cabeza en el monarca y pies en los peones. Cada uno en su lugar, cumpliendo su parte en el plan divino.

    Especialmente con el advenimiento de la modernidad esto comenzó a cambiar. Los grandes pensadores del Renacimiento se atrevieron a cuestionar la noción del orden natural. Sus ideas cristalizaron en una comprensión de la persona como sujeto que buscaba libremente su realización. Los últimos 300 años han consolidado el sentido de individualidad que ahora nosotros disfrutamos. Una a una cayeron las excusas que servían para excluir grupos de personas del goce de la libertad plena: sexo, origen, color y edad dejaron de ser razones para ser considerado objeto, en vez de individuo.

    Como siempre, la libertad no ha sido gratuita. En el medioevo había un trato: a cambio del tributo, la nobleza ofrecía protección a los vasallos ante las amenazas de otros nobles. Para fines prácticos era una extorsión a gran escala. Quitar poder al extorsionista sobre la vida de sus víctimas tomó mucho tiempo y mucho esfuerzo. Aún hoy vemos estas luchas de identidad en torno a la homosexualidad. Sin embargo, en todos los casos al ganarse la libertad individual, tocó a los individuos/ciudadanos reconocer que aquello que antes recibían automáticamente –como la protección del noble– ahora tendrían que procurárselo ellos mismos.

    Aunque la conquista básica –reconocer que el supuesto origen divino del soberano y el orden natural del poder no son sino patrañas– ya sucedió a nivel histórico, el dilema se recrea en cada sociedad, en cada generación, y en cada individuo. Es clásica ya la imagen de Neo, el héroe de The Matrix, que enfrenta una elección crítica: o escoge la cápsula azul y sigue su vida de inconsciencia feliz, o toma la cápsula roja y cobra una consciencia de la cual nunca podrá regresar. Hoy, como siempre, podemos vivir en una “matriz” de poder. La vida bajo las reglas de una sociedad –aún una tan endeble como la guatemalteca– nos evita tener que negociar cada acción que realizamos. Pero también nos atrapa.

    No hay que ser particularmente cínico para cuestionar la bondad de las instituciones que nos rodean. Estado, iglesias, empresas y familia, todos tienen su lado oscuro. No necesitamos aceptarlo todo, con una sonrisa, y además agradecerlo. No necesitamos celebrar nuestra sujeción, y esto no nos hace seres ingratos.

    La burguesía, esa que constituyeron artesanos y comerciantes en torno a los castillos feudales, cuestionó a la nobleza cuando su creciente riqueza y la tecnología les dieron la autonomía para hacerlo. En el proceso se fundó la sociedad capitalista moderna. Hoy sucede otro tanto. Desde los Indignados, pasando por el Occupy Wall Street, hasta los Cangrejos de Guatemala, tomamos consciencia de que el orden social que nos rodea no es necesario ni inevitable.

    Reconocer que ese entorno social y político es un invento contingente nos ayuda a encontrar los espacios a través de los cuales transformar y transformarnos. Guatemala está aún muy al margen de la historia. La combinación de ciudadanía incompleta, baja tecnología y pobreza significa que seguimos peleando batallas viejas, con armas viejas. Pero eso de ninguna forma significa que debamos ser ciegos.

    Original en Plaza Pública

  • Ideología o pragmatismo

    Podemos pelearnos por las etiquetas, pero es un ejercicio vano.

    Planteo aquí dos formas de ver las políticas públicas: o las juzgamos por su bondad (son buenas o malas en sí mismas), o las juzgamos por su eficacia (son buenas para algo). Ciertamente en política hay importantes asuntos morales: pocos negarían que aceptar mordidas o dejar que los niños mueran de hambre son asuntos de “bueno o malo”

    A pesar de ello, partiendo de que la política pública busca maximizar el beneficio equitativo para la mayoría, muchos asuntos públicos son cuestiones de eficacia. Una propuesta puede ser mejor que otra para incrementar los ingresos, ejecutar obras públicas, combatir la pobreza o dar servicios de salud.

    Sin embargo, con frecuencia atribuimos a nuestras propuestas una naturaleza moral, afirmando que son buenas solo porque sí, mientras tachamos de malas las de nuestros contrincantes. A veces esto es pura retórica: el candidato y el columnista por igual exageran la bondad de sus argumentos para ganar el debate. En el peor de los casos, nos creemos nuestras excusas, y atribuimos maldad intrínseca a propuestas que debieran evaluarse por sus resultados, no por sus intenciones y menos aún por sus orígenes. Le pongo un ejemplo dramático de nuestro pasado.

    Hace casi seis décadas, el gobierno ejecutó lo que a juicio de los especialistas fue una reforma agraria exitosa en razón de sus logros: extendió la tenencia de la tierra, incrementó la productividad y disminuyó la inequidad, mientras la producción agrícola nacional no sufrió, sino más bien creció en los pocos años que operó.1 Como sabemos, la eficacia de estos resultados no fue materia del juicio que llevó a la intervención norteamericana, acabó con la reforma y desató los peores demonios en nuestra patria. Entre las críticas pesaron más la supuesta bondad o maldad intrínseca del gobernante y sus aliados comunistas, argumentos que se magnificaron en el marco estridente de la Guerra Fría.

    Esta distinción entre moral y eficacia hoy resulta crítica para la nación. Estrenamos un gobierno liderado por un militar de la guerra, con un gabinete que incluye de todo: técnicos de izquierda y derecha, empresarios y militares. Es enorme la tentación de tomar este mapa de actores y redefinirlo en función de “los buenos” (los que piensan como yo) y “los malos” (los que no piensan como yo). Podemos pelearnos por las etiquetas –izquierda o derecha, progresista o conservador, revolucionario o reaccionario, liberal o libertario, usted escoja– pero ese es un ejercicio vano. Necesitamos evaluar al gobierno y sus agentes en función de su eficacia en maximizar el beneficio equitativo para la mayoría.

    El Presidente, que como candidato pudo darse el lujo de hacer una campaña rica en publicidad y escasa en propuestas, no solo debe decirnos con precisión qué resultados obtendrá, sino explicar de forma creíble cómo los obtendrá. ¿Cómo fomentará la creación de nuevas empresas y el surgimiento de nuevos empresarios? ¿Cómo eliminará el hambre? ¿Cómo asegurará que todos los niños y niñas en la escuela aprendan a leer en los primeros grados? ¿Cómo conseguirá que los más ricos contribuyan más a los ingresos fiscales?

    Por nuestra parte, los ciudadanos tenemos harta necesidad de vigilar y pedir cuentas. Los observatorios ciudadanos son una manera práctica de buscar resultados más que ideologías. Carlos Mendoza con su seguimiento a los indicadores de violencia ha mostrado el valor de la información y la importancia de predicar los análisis sobre datos, más que impresiones. A la vez debemos desconfiar de quienes moralicen la política pública con referencias al cielo o al infierno, o con etiquetas peyorativas (como “resentido” o “burgués” al hablar de política económica; “maligno” o “reaccionario” al hablar de políticas de población).

    Esto de ninguna forma significa que debamos pasar por alto la moralidad de los actos en las figuras públicas. Cualquiera que en el gobierno sea responsable de crímenes de guerra debe responder por ello ante la justicia con indistinción de su cargo y color político, y los ciudadanos tenemos igualmente la obligación de exigir la justicia que los muertos no puedan pedir. Cualquiera que robe o se aproveche del erario nacional debe ser señalado y juzgado prontamente.

    Al gobernante, a cada uno de sus ministros, debemos evaluarlos sobre dos condiciones particulares: que quieran el bien para la mayoría, y que sus propuestas funcionen.

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    1 Ver: Gleijeses, Piero. (1991). La esperanza rota: La revolución guatemalteca y los Estados Unidos, 1944-1954, Editorial Universitaria, citando numerosas fuentes, incluyendo comunicaciones internas del Departamento de Estado y de la CIA –escasamente admiradores del régimen arbencista.

    Original en Plaza Pública

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