Tag: guerra

  • Lo único que nos pertenece

    Lo único que nos pertenece

    Vivimos atrapados en nuestra cabeza. Todo lo que vemos, oímos, olemos y tocamos, necesariamente es recibido primero por los sentidos, transmitido por los nervios y procesado por el cerebro.

    Solo a partir de allí experimentamos la «realidad» en esta misteriosa construcción, nuestra conciencia, que filósofos y neurocientíficos no terminan de descifrar. El color de un amanecer y la caricia de quien amamos, pero también la infelicidad ante las limitaciones materiales y el desprecio al otro que nace del prejuicio, solo se hacen ciertos para cada quién dentro de la caja dura y oscura del cráneo, en el litro y pico de masa gelatinosa del cerebro.

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  • El hambre no es falta de comida

    El hambre no es falta de comida

    La semana pasada, el Congreso perdió un préstamo por 100 millones de quetzales que el Banco Mundial le daría al Gobierno para combatir el hambre en Guatemala.

    Como el cobarde que en guerra hace un escudo humano con niños, los canallas disfrazados de diputados incluyeron el préstamo contra el hambre en la misma agenda en que querían aprobar una ley de amnistía para tanto militar irredento por su papel criminal durante la guerra. Por supuesto, ante esta obscenidad se rompió el cuórum y nunca se discutió el préstamo.

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  • Sepultar el síntoma

    Sepultar el síntoma

     

    Se vació el incordio, se secó la buba. Se cerró la llaga con sus largos bordes inflamados y el paciente cree que ha sanado.

    Se acabó la tos seca y estridente. Queda solo el murmullo húmedo que barbulla en el fondo del pecho, y el enfermo vuelve a la rutina esperando contra esperanza: quizá se mejore solo. Se fue el dolor que marcaba la migraña, la urticaria que corría por la piel, el ardor de la gastritis y la sed de la diabetes.

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  • El precio del mal

    Haber sido víctima en el pasado no da excusa para ser victimario en el presente.

    «El que peca y reza, empata», dice el proverbio. Pero no es cierto. El que peca y reza, es un hipócrita.

    Mérito y mal no son propiedades transitivas. No hay una contabilidad del dolor, que permita compensar el debe con el haber. Sobre todo, el mal sufrido nunca desquita el mal por cometer.

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  • No es igual la muerte

    Ante el hecho universal de la maldad de la muerte causada, son la forma y diversidad las que marcan las gradaciones morales.

    Matar es malo. No importa quién lo haga, ni a quién. Con independencia de las creencias sobre un más allá, usted, yo y la vecina solo tenemos garantía de contar con esta vida. Ninguno –ni el Papa– tenemos garantías del más allá.

    Es por ello que cada uno nos rifamos todo en las pocas o muchas décadas que tenemos: el creyente apuesta a juntar créditos en la economía divina; el justo a hacer bien, el egoísta a sacar provecho mientras puede. Matar es tan malo, porque en nuestra factura dice: “por concepto de una sola vida”, y la muerte nos roba ese bien insustituible.

    Dejemos este punto a un lado y preguntemos acerca de las formas, los momentos y las razones de la muerte. Es aquí que el universal “matar es malo” comienza a matizarse. En Guatemala, los 36 años de guerra causaron muerte a gente muy diversa: unos soldados, otros oficiales, algunos del ejército, otros de la guerrilla. Hubo también civiles: algunos apoyaban por las buenas o por las malas a los combatientes –miembros de las PAC, apoyos de la guerrilla– y otros simplemente estuvieron en el lugar equivocado a la hora equivocada.

    En la guerra, la muerte llegó por razones muy distintas. Algunos soldados murieron en batalla de un tiro que pudo pegarle a cualquier otro. Algunas fueron víctimas del cálculo deliberado. Asesinar a un embajador, “desaparecer” a un líder sindical, más que actos de muerte (malos de por sí, no me cansaré de repetir), servían para escribir mensajes con sangre. A veces las razones fueron evidentes: destruir al contrincante; otras solapadas, incluso falsas: matar en nombre de la ideología para apropiarse de los bienes ajenos, quizá cobrar una revancha personal.

    Muy diversos fueron también los perpetradores. Obvios agentes de muerte fueron los soldados. Más sutiles matadores, los oficiales que diseñaban estrategias y dirigían tácticas, aunque su voluntad desencadenaba muchas más víctimas. Se contaron también los que actuaron “en caliente”, cuando la opción era dar muerte o morir en combate; y la frialdad del torturador, que ejecutó con detenimiento.

    Finalmente, la muerte se presentó con una terrible variedad. Mientras algunos sufrieron –o quizá gozaron– la muerte rápida de un tiro certero, para otros la agonía se alargó en una herida fatal. Peor aún, en algunos el dolor precedió largamente a la muerte: el dolor violento de la tortura al cuerpo, el dolor terrible de ver destruidas la familia y las esperanzas; la angustia de saber que, cuando llegara la muerte como alivio, no quedaría nada ni nadie para recordar, porque los demás habrían muerto también.

    Ante el hecho básico y universal de la maldad de la muerte causada, son la forma y diversidad las que marcan las gradaciones morales. Cuesta poco excusar al soldado que mata desde la distancia a un enemigo impersonal, pues a eso le han mandado. Pintamos de gloria la muerte del combatiente que empuña un arma y por ello cae ante un contrincante igualmente armado.

    Por el contrario, nos duele la muerte de quien no la ha buscado y no se ha podido defender. Nos espanta el dolor prolongado de la víctima, más nos horroriza el cuidado del torturador, y nos escandaliza cuando alguien mata a un gran número.

    En morir todos somos iguales. Es en la terrible variedad de actores, víctimas, formas y circunstancias que se marcan las diferencias al juzgar al perpetrador. Cuando las condiciones se acumulan –matar a sangre fría, matar al desarmado, prolongar la agonía, matar la esperanza más que sólo el cuerpo, y matar habiendo sido encargado de defender a la víctima– es imposible hablar de una muerte más.

    Todas las muertes durante la guerra fueron malas, y todos los muertos merecen memoria. Pero no todas las muertes fueron iguales. Matar no está bien, pero matar mal es peor. Es por ello que los militares responsables de las masacres reciben hoy una especial y justificada primera atención. Ellos fueron encargados de defender a los guatemaltecos. Quienes entre ellos causaron muerte con deliberación a numerosos ciudadanos desarmados, procurando su mayor dolor y la pérdida de toda esperanza, escogieron abrir una brecha insalvable entre esas muertes y cualquier otra. Es esa brecha la que reclama justicia, no revancha. Restituir la igualdad ante la muerte le urge a nuestra patria. Le urge para construir un presente y un futuro en que podamos decir con firmeza, y sobre todo con certeza: nunca más.

    Original en Plaza Pública

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