Es por ello que cada uno nos rifamos todo en las pocas o muchas décadas que tenemos: el creyente apuesta a juntar créditos en la economía divina; el justo a hacer bien, el egoísta a sacar provecho mientras puede. Matar es tan malo, porque en nuestra factura dice: “por concepto de una sola vida”, y la muerte nos roba ese bien insustituible.
Dejemos este punto a un lado y preguntemos acerca de las formas, los momentos y las razones de la muerte. Es aquí que el universal “matar es malo” comienza a matizarse. En Guatemala, los 36 años de guerra causaron muerte a gente muy diversa: unos soldados, otros oficiales, algunos del ejército, otros de la guerrilla. Hubo también civiles: algunos apoyaban por las buenas o por las malas a los combatientes –miembros de las PAC, apoyos de la guerrilla– y otros simplemente estuvieron en el lugar equivocado a la hora equivocada.
En la guerra, la muerte llegó por razones muy distintas. Algunos soldados murieron en batalla de un tiro que pudo pegarle a cualquier otro. Algunas fueron víctimas del cálculo deliberado. Asesinar a un embajador, “desaparecer” a un líder sindical, más que actos de muerte (malos de por sí, no me cansaré de repetir), servían para escribir mensajes con sangre. A veces las razones fueron evidentes: destruir al contrincante; otras solapadas, incluso falsas: matar en nombre de la ideología para apropiarse de los bienes ajenos, quizá cobrar una revancha personal.
Muy diversos fueron también los perpetradores. Obvios agentes de muerte fueron los soldados. Más sutiles matadores, los oficiales que diseñaban estrategias y dirigían tácticas, aunque su voluntad desencadenaba muchas más víctimas. Se contaron también los que actuaron “en caliente”, cuando la opción era dar muerte o morir en combate; y la frialdad del torturador, que ejecutó con detenimiento.
Finalmente, la muerte se presentó con una terrible variedad. Mientras algunos sufrieron –o quizá gozaron– la muerte rápida de un tiro certero, para otros la agonía se alargó en una herida fatal. Peor aún, en algunos el dolor precedió largamente a la muerte: el dolor violento de la tortura al cuerpo, el dolor terrible de ver destruidas la familia y las esperanzas; la angustia de saber que, cuando llegara la muerte como alivio, no quedaría nada ni nadie para recordar, porque los demás habrían muerto también.
Ante el hecho básico y universal de la maldad de la muerte causada, son la forma y diversidad las que marcan las gradaciones morales. Cuesta poco excusar al soldado que mata desde la distancia a un enemigo impersonal, pues a eso le han mandado. Pintamos de gloria la muerte del combatiente que empuña un arma y por ello cae ante un contrincante igualmente armado.
Por el contrario, nos duele la muerte de quien no la ha buscado y no se ha podido defender. Nos espanta el dolor prolongado de la víctima, más nos horroriza el cuidado del torturador, y nos escandaliza cuando alguien mata a un gran número.
En morir todos somos iguales. Es en la terrible variedad de actores, víctimas, formas y circunstancias que se marcan las diferencias al juzgar al perpetrador. Cuando las condiciones se acumulan –matar a sangre fría, matar al desarmado, prolongar la agonía, matar la esperanza más que sólo el cuerpo, y matar habiendo sido encargado de defender a la víctima– es imposible hablar de una muerte más.
Todas las muertes durante la guerra fueron malas, y todos los muertos merecen memoria. Pero no todas las muertes fueron iguales. Matar no está bien, pero matar mal es peor. Es por ello que los militares responsables de las masacres reciben hoy una especial y justificada primera atención. Ellos fueron encargados de defender a los guatemaltecos. Quienes entre ellos causaron muerte con deliberación a numerosos ciudadanos desarmados, procurando su mayor dolor y la pérdida de toda esperanza, escogieron abrir una brecha insalvable entre esas muertes y cualquier otra. Es esa brecha la que reclama justicia, no revancha. Restituir la igualdad ante la muerte le urge a nuestra patria. Le urge para construir un presente y un futuro en que podamos decir con firmeza, y sobre todo con certeza: nunca más.
Original en Plaza Pública