Reflexionar sobre el voto en el extranjero se facilita si reconocemos que Estado, ciudadanía y, por extensión, voto, son conceptos arbitrarios. Cualquier Estado, llámese Guatemala o Burkina Faso, es imaginario: nace de acuerdos, voluntarios o forzados, entre miembros de un conjunto que por ello se consideran un «nosotros». Tan inventados (que no por ello irreales) son los Estados, que debemos apuntarlos en una Constitución y apuntalarlos con himnos, banderas y hasta policía.
Por contraste, hay una base objetiva para afirmar dónde nacimos —un territorio— y quiénes son nuestros parientes cercanos —una familia— o lejanos —una comunidad—.
De la interacción de dichos elementos imaginarios y materiales surge mucho de lo que llamamos historia, política, economía y, lamentablemente, guerra. Vivimos en continua conversación —pacífica o violenta— para definir qué es de quién, por qué, y qué derechos y obligaciones derivan de ello.
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